martes, 31 de marzo de 2009

Un misterio en Montevideo II

No podía aventurar qué edad tenía. Era viejo, bastante, aunque la lentitud de sus pasos no parecía deberse al deterioro de los años, sino a un ensimismamiento extraño, como el de un entomólogo que observa cada hierba en el camino, cada grieta en las rocas, para descubrir algún lepidóptero de nombre impronunciable. Acababa de cruzar la calle y se acercaba de esa forma parsimoniosa al Café Sáhara. En un momento determinado se detuvo y giró lentamente la cabeza en mi dirección. Yo le observaba desde hacía unos minutos, después de que me cautivara la blancura de su cabello. Miró hacia mí y a pesar de la distancia, diez, quince metros, advertí la intensidad del azul de sus ojos. Sólo en el Báltico he visto ese tono cobalto, ese azul brutal que capta inmediatamente el interés de cualquier viajero que se fije un poco en otras cosas que no sean los magníficos edificios boreales o las curvas juguetonas de las eslavas. Tras unos instantes, siguió su camino y entró en la casa que lindaba calle arriba con el "Sahara". Me acerqué intrigado y pude comprobar de nuevo que la puerta del café no parecía haber sido abierta en mucho tiempo, por el óxido que tenía el candado y la cadena que la guardaban. Continué unos pasos y vi que la entrada de la casa a la que había entrado el viejo estaba despejada, con un zaguán y un largo pasillo que aparentemente iba a morir a una especie de patio andaluz. La oscuridad del recibidor abierta en canal por la luz del patio al fondo impidió que le viera inmediatamente. Estaba en un lado, aguardando. Mi sobresalto fue más un susto y él lo percibió en seguida, como pude comprobar por la media sonrisa que me ofreció y que, drástica, sofocó cualquier disculpa por mi parte.

- Perdone, no quisiera molestar, pero... ¿sabe si el café lleva cerrado mucho tiempo?

Respondió con otra mueca risueña. Sí, o mejor dicho, no, porque no es un café. En realidad es mucho más que eso... aunque, ¿puedo preguntarle cuál es su interés en saberlo?

- Verá, le dije, le podrá parecer una tontería, pero paso a menudo por esta calle y me atrajo el nombre del establecimiento. Me recuerda, además, a algunos sitios que visité hace tiempo, en lugares muy lejanos y de los que guardo una grata memoria.

- Bueno, no sé a qué le recuerda este club -ya ofrecía un poco de luz al misterio de la definición del lugar- pero estoy seguro de que espacios como éste abundan si uno tiene la intención de encontrarlos.

El hombre estaba respondiendo con más enigmas a mi curiosidad, pero me sentía bien en su compañía y él debió advertirlo, pues no hizo ningún gesto de querer concluir la rara conversación. Tras mirarme de nuevo con esos inquietantes ojos y medio sonreir, hizo un gesto rápido con la mano izquierda para que entrara en la casa.

sábado, 28 de marzo de 2009

Un misterio en Montevideo

En el Montevideo viejo, entre bulevar Artigas y 18 de Julio, hay calles que buscan la rambla y el mar. Hay otras que esquivan la luz y se hunden bajo los túneles de árboles que crecen en sus veredas. En estas calles, en las que el aire se para e incluso los olores se hacen apenas perceptibles, es donde el misterio dibuja rostros de musgo en las piedras de sus casas y se agazapa en sus ventanas de cortinas impenetrables.

El otro día paseaba por una de estas estrechas avenidas, flanqueado por hogares neocoloniales de una belleza imperfecta que podrían recordar quizá a La Habana si no fuera por los laberintos que se esconden en sus entrañas. Son curiosas estas calles conquistadas por el silencio, mientras en otras paralelas o perpendiculares los autos circulan vocingleros y los escolares gesticulan en el intermedio de una clase. Mi destino era un café que había divisado en otras ocasiones, cuando andaba rápido desde mi casa en el cercano barrio del Parque Rodó camino del trabajo. Un café cuyo nombre, "Sáhara", me causó una extraña desazón la primera vez que lo vi, quizá por la incongruencia de semejante nombre en un lugar como Montevideo, y más aún en esta zona de calles decadentes. Extrañeza provocada sólo por el nombre, porque la fachada revelaba un extraño inmueble que igual podría haber estado en el corazón de Argel o entre el polvo de las callejas de Tanger por su aspecto un tanto oriental. Lo más raro del lugar era que siempre lo había visto cerrado, no importara la hora a la que pasara junto a su puerta.

En esta ocasión no era la casualidad la que guiaba mis pasos hacia el "Sahara". En una de mis frecuentes visitas al mercadillo de Tristán Narvaja, en busca de libros vetustos y utensilios inclasificables, topé con un pequeño tomo en alemán sobre la vida de Schiller. Las gafas oscuras no traicionaron el interés que mis ojos debieron mostrar de inmediato, cuando vi la escritura gótica de sus páginas. Era de 1926, no estaba muy deteriorado y aún así lo compré por apenas noventa pesos. Llegado a casa lo dejé en una de las estanterías y ahí podría haber esperado meses hasta una mejor oportunidad de lectura de no ser por la casualidad. Hace unos días, al tomar un tomo de Onetti que se encontraba al lado, el libro sobre Schiller cayó al suelo y se desprendió de su interior un pequeño billete de papel amarillento que me había pasado desapercibido cuando hojeé por primera vez la obra. Aparecían varios nombres, casi indescifrables en la tinta descolorida con que una vez fueron escritos. Uno de ellos parecía revelarse como "Müller" y otro, más extraño aún, recordaba a alguna palabra india o africana. Algo así como Shamdana o Shampalla, pero sin poder concretarse la escritura exacta, como digo, por el deterioro de los trazos. Además, había unas extrañas frases en alemán: "Vertrau der Tränenspur. Ich werde dich dort erwarten. Dort ist die Mündung des alten Flusses". En el reverso del papel, con tinta más legible, aparecía la dirección, el número de la calle donde se encuentra el "Sahara".
Hace mucho tiempo aprendí el suficiente alemán como para darme cuenta de la peculiaridad de lo que allí se decía. " Confía en la senda de lágrimas. Te esperaré allí. Donde se encuentra la embocadura del río antiguo". Quizá sólo fueran unos viejos versos escritos por algún poeta de ocasión. Tal vez correspondían las palabras a algún pensamiento recogido en el libro. Podría pensar en mil posibilidades. En cualquier caso, quedé cautivado y por eso decidí conocer algo más sobre el misterioso café, que recordaba de alguna de mis caminatas. Cuando me acercaba al local, tuvo lugar el encuentro que, sospecho, determinará un cambio radical en mi estancia en Montevideo y al que quería referirme en este escrito.

Sin embargo, de este episodio hablaré en un próximo post.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Día de infamia

Hoy se recuerda el 11-M. En España y en otras partes. Pero allí, veo en la tele internacional y leo en los digitales, se hace partidariamente, facciosamente, con oprobio en muchos casos. Se escupe sobre las víctimas. Una vez más, repiten su vana y falsa furia, de plañideras a sueldo en los coros de los muertos. A ellos, lo sé y tú lo sabes también, a ellos les da lo mismo.

Mi hermano, Miguel, estuvo a punto de convertirse en una de esas víctimas. Pero le salvó su pulcritud y un zapato. No sé si habrá puesto ese calzado en una urna con una chapa de plata debajo. Lo merecería. Algún día un poeta debería hacer una oda a ese zapato bienhechor.

Yo entonces vivía en Moscú y la noticia llegó como un portazo de aire, en esa mañana fria y gris como sólo en Rusia pueden serlo. Al vacío en el estómago de entonces, al nudo en el pecho y las lágrimas de impotencia les han sucedido el desprecio y la amargura.

Los muertos se diluyen en el tiempo, en el río de los años, salvo para sus familias. Tras ellos flota agitándose entre los remolinos el zapato de mi hermano. El zapato heroico. En las orillas, sin mirar al río, los politicastros y basureros de la infamia graznan y sólo alguno, temeroso, escucha con los puños apretados el ruido de la corriente.

martes, 10 de marzo de 2009

Maestros

Kipling marcó el camino, la senda hasta el Kafiristán, entre las brumas y la cólera de los infieles que juegan con cabezas testarudas. Después hubo otros maestros... Dante, en su periplo infernal, en equilibrio inestable sobre las nubes y la estulticia de los hombres... Dostoievski, con el miedo oteando desde buhardillas extrañas... Auster y un Palacio de la Luna devenido en parque bajo el sol de otoño, con las tripas rugiendo por el hambre... Ah, el rijoso y genial Bukowski, el condenado Rimbaud, moreno bajo el sol etíope... La desolación de Onetti, la furia y el bourbon de Faulkner... sí, el gran Faulkner, maestro en la sombra, diestro en el territorio de la falsedad. ¿Y qué puedo decir de Esenin, del orgulloso Paz, del discutido Pavese? Reinan en la oscuridad que Saint Exupery encendió con las llamas de su avión abatido. No olvido a los derviches harapientos, de mirada herida, que cantaban a las ciudades ocultas y al vino prohibido en caravanserrallos de los dioses. Y Burton, entre ellos, el primero, el inefable Burton, maestro por encima de todos, enloquecido por una mujer, por una voluntad adversa. Iluso también Whitman, mitológico Graves, soberbio Tolkien... cercano Gamoneda. Y de ellos, admirado y amado Saint John Perse, señor de príncipes, pájaros y mares. Mares surcados por la gente sin ley de Stevenson, desiertos navegados por un Lawrence arrebatado a la vida y el amor, dueño del secreto y la infamia, como lo era también el ciego Borges, amante de runas y bardo de los inmortales que bebieron del secreto aleph y la biblioteca inacabable. Sí, una biblioteca eterna de la que apenas he rozado los anaqueles más bajos, como el pequeño Rodrigo, que juega a colocar y descolocar volúmenes que algún día quizás lea.

Maestros... entre ellos también Chatwin, Bruce Chatwin, quien me enseñó a leer las líneas de la canción arcana en las rocas y las dunas, sobre los confines de la Patagonia, mientras Basho marcaba su senda con haikus y Mishima con la sangre de su vientre. De todos ellos hablaré en estas páginas de aire; de ellos y de los caminos abiertos hacia los horizontes recobrados.

Me llaman Jas y no soy un gaviero de Mutis ni el hombre en La Habana de Greene. Bueno, Montevideo, donde ahora me encuentro, quizás queda en este mismo hemisferio occidental. Quizás, sólo quizás, pues ésta es también tierra mítica, difusa, como Santa María, como Yoknapatawpha y los eriales de Eliot. Me guian muchos versos y muchas páginas quemadas, condenadas a gritar sus recuerdos desde la jaula de Pound con su locura y con la del viejo Tolstoi. Y todo ello te lo cantaré a ti, que me esperas en mi senda y guardas mi mismo rumbo.