lunes, 7 de febrero de 2011

Caravanas

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"Sombras de este periplo, no tomaré las cuentas de vuestros collares,
pues en la mañana de los príncipes reclamaré las bendiciones de los hijos de Caleb.
Los peregrinos acercan sus cuencos al manantial sellado. Ciegos están de perfumes de almendras y sus labios rebosan de su amargura.
Y al levantar el alba, el sonido de los timbales apaga el clamor del tráfico, con el ruido abriéndose paso por el humo de las hogueras.
Terribles son los días de los sacerdotes, pues las mujeres pierden la palabra y callan sus cascabeles.
Arrebatados los espacios de comercio, los brillos de abalorios en el polvo y el sudor no nos engañan.
En la orilla del río, los navíos desarbolados hablan dialectos del este. Suya es la esperanza, suya la travesía infinita"

H. Otani
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viernes, 4 de febrero de 2011

Revoluciones

En el Cairo, en la plaza de Tahrir, el viento del este se arremolina entre papeles, cascotes y muchos pies. En el instante de la revolución, el extranjero recuerda otras insurrecciones, ecos de muros derribados, tanques con muchachos asustados en las torretas y carreras hacia la libertad en el frío de las grandes llanuras.

Pero esta revolución, quizá, es distinta; sus sonidos avanzan en la noche y se pierden al alba, al acecho de las jaurías de perros. En Egipto se fragua la ruina de un sistema, que es también el nuestro. La plaza de Tahrir se ha convertido en el epicentro de este maremoto que habrá de anegar nuestras costas.

Desde Oriente sopla un viento que habrá de agostar nuestros campos.

domingo, 23 de enero de 2011

De tigres y mares




En el horizonte se percibe ya la silueta de la isla. La bruma del amanecer borra el contorno de su base y es la cumbre azul la que se destaca sobre el pálido naranja del alba. A bordo del junco se rompe esa calma que imprime el paisaje y todo es movimiento. Los dayaks se afanan con los cabos sueltos; cuatro filipinos despejan la cubierta y tres siameses cargan los fusiles con parsimonia. Bajo el toldo del castillo de popa, el cocinero chino termina de preparar la comida de primera hora de la mañana: arroz y pescado hervido, sazonado con pimienta y ajo. Nadie puede hacer una mueca ante el aliento de los tigres de la Malasia, pues sus yataganes no dan oportunidad a una inspección tan íntima.

Los disparos de mosquete llenan la playa, pero su ruido no apaga los vítores de aquellos que en la arena aclaman el regreso del Tigre. ¡Sandokán! ¡Sandokán! ... A bordo del junco, por un instante todos quedan casi inmóviles. Mompracem les recibe.
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Sobre la cama, juega el niño, recortado desde la puerta por la luminosidad de la tarde levantina. Trata de cargar en la pequeña barquichuela de madera tallada el mayor número de soldaditos de plástico, apenas mayores que un botón. Uno de ellos es un soldado japonés con los brazos extendidos. Semeja que ha sido abatido. Pero es el favorito del niño, que lo imagina desafiante con un kris malayo en una de sus manos, capaz de derrotar con el puñal al resto de camaradas, transformados por su imaginación en cipayos. A un lado de la cama yace el tebeo de joyas literarias juveniles sobre Sandokán y el niño, yo mismo hace muchos años, sueña con playas al amanecer y una isla legendaria.
Leo "El regreso de los tigres de Malasia", de Paco Ignacio Taibo II. En el sopor del metro, acrecentado por el calor que da el abrigo de paño, añoro otras vidas, otros lugares. Un mástil engrasado con el pabellón de los piratas malayos, rojo con la cabeza de un tigre.




martes, 4 de enero de 2011

El mar

El mar de John Banville me trae recuerdos del norte. Senderos robados a los maizales, un perro dormitando en el umbral del prado y las ruinas vigilantes sobre la embocadura de la ría. De camino a la playa y las rocas, con los bicheros al hombro y un relato de Stevenson picoteando en la memoria, miro hacia la ventana que otea la bahía. Las cortinas están echadas, pero siento que su mano está cerca. Quizá ordena cosas en el interior, escribe una carta o tal vez acaricia una taza de café.

La he visto mirando hacia el mar, ese mar del que, en otra latitud, me habla ahora Banville. "Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte"... En el borde del acantilado, sobre el meandro de los seminaristas suicidas, vuelvo la cabeza hacia el caserón desmoronado y más allá. Las cortinas se entreabren y presiento sus ojos fijos en el mar. Cuando regreso, ya entrada la mañana y con las manos magulladas por los pulpos, ella sigue allí e intuyo una sonrisa velada por los visillos.

Han pasado muchos años. Una época ha muerto. Un chalet devoró las ruinas del promontorio y un estacionamiento oculta el maizal en sus entrañas. No reconozco la casa ni tampoco los ojos que acechan bajo los dinteles. Sólo la arena y la bruma del amanecer me han esperado.

Banville susurra, apenas una respiración... "Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea".

lunes, 3 de enero de 2011

Niebla


La niebla levanta un muro a menos de veinte metros. El ruido de las pisadas, los guijarros que crujen, acompasan la alerta. Inútil precaución, porque una vez dentro de la niebla, eres parte de ella, te arropa. Eres depredador, nunca más presa. Informes, los edificios se elevan al otro lado de esta frontera. Cuando sus siluetas se definen, has de retroceder. Te haces vulnerable.

Cuando entras en la niebla, es sencillo pasar los límites de su mundo. Sólo hay que ser consciente de ello. Y entonces todo cambia, incluso cuando rasgas de nuevo el velo y retornas. En el crepúsculo mueves los dedos y la sustancia gris de los sueños, la niebla, traza figuras que sólo ves tú. Andas por la librería, abarrotada de gente que por primera vez compra un libro, manido regalo de Reyes, y con un ligero movimiento de la mano invocas a la niebla. Si antes apenas se fijaban en ti, ahora se lanzan ciegos a ocupar el espacio que dejaste y has de esquivar sus moles de bestias claudicantes. Algunos, sin embargo, presienten el miedo, los ojos que brillan en la niebla pero que no pueden ver. Los ojos que, despertados de su letargo, acechan en la frontera de los mundos. Esos ojos que son tus ojos.