lunes, 19 de noviembre de 2012

Escribas, lápidas y fetos de llama


Curiosas las calles de La Paz. Hay escribas bajo sombrilla y con una maquinita de escribir que ofrecen sus habilidades con el lenguaje burocrático para hacer formularios, peticiones oficiales y notariales, y otros legajos de interés administrativo. En esas mismas callejuelas peatonales, se ponen en venta lápidas mortuorias ante una maqueta del cementerio, que muestra las zonas de sombra y de solano, las áreas más concurridas y también los lugares de mayor prestigio social para el descanso eterno. Esto, como quien vende lotería en la calle. 

Más  allá, entre figurillas falsas de terracota, ponchos, gorros y prendas de alpaca de los puestos y tendezuelas de la calle Linares, el paseante puede adquirir fetos de llama para atraer la buena suerte o contribuir a una ceremonia sagrada comunal en demanda de alguna petición privada. Con todo el respeto a las costumbres más atávicas, me calo el borsalino recién adquirido y abandono, sin embargo, tales variopintas y macabras tiendecillas rumbo a la Plaza Murillo, corazón ancestral de esta metrópoli donde hasta el más pintoresco de los viajeros pasa desapercibido. Paso antes por la imponente iglesia de San Francisco, construida en el siglo XVI y reparada en el XVIII. Dicen que algunos rostros de las mestizas esculturas en piedra que adornan su fachada aparecen mascando coca. Me esfuerzo en encontrarlos y recuerdo mi búsqueda similar de la rana sobre la calavera en la Universidad de Salamanca. Esta vez tengo menos suerte, pero me creo la versión ante los numerosos testimonios indígenas entre la imaginería barroca del templo paceño. Otro ejemplo más de esta América mágica, que en algunos lugares, como La Paz, es si cabe más sobrenatural.
 

viernes, 9 de noviembre de 2012

Llegada a La Paz





La Paz se abre al viajero que llega en avión como una gran herida en la confluencia de los Andes y el Altiplano, forjada en quebradas y torrenteras gigantescas, que forman un crater, una gran olla de dientes petreos, en medio de un paisaje extraterrestre. Nunca había visto un paisaje semejante al acceder a una ciudad desde el aire.

El aeropuerto está situado en El Alto, a 4.000 metros de altura, en la llanura inmensa horadada. En esta planicie se encuentran los barrios más humildes de La Paz, vistos desde el cielo como un ordenado rompecabezas de brillantes techos de latón cubriendo el ocre del desierto andino. A la ciudad principal, y a la bendición del oxígeno negado en las alturas,  las carreteras bajan alegres, con multitud de curvas que rodean los afilados y fragmentados cerritos, más parecidos a los molares destrozados de una jauría de desmesurados lobos, que se secan al inmisericorde sol del Altiplano.

Ahora, mientras el soroche, el mal de altura, me otorga en el barrio de Calacoto una placidez zen y me imprime los movimientos de un astronauta en la Luna, recuerdo la inconmensurable grandeza de los Andes bolivianos en el periplo aéreo y los intuyo más allá del borde del cráter donde yace La Paz, con el gigante monte Illimani a guisa de sabio chamán de estas tierras, ahora también mías.