miércoles, 8 de julio de 2009

Pabellones lejanos


Sigo con especial atención las noticias que llegan del Xinjiang. Sólo he de volver la cabeza a mi derecha para ver ese inmenso territorio en el mapa de China que cuelga en esta habitación. Urumqi, una sórdida ciudad entre dos imperios, protagoniza estos días los noticieros y su mención me trae viejos, muy viejos recuerdos. Memorias de unos tiempos en los que la juventud era garantía suficiente para la aventura.





Estuve en el Xinjiang en la primavera de 1993. Entonces era muy joven y osado; podía oir la llamada insistente de Oriente y hacerla caso. Entré en esa región china procedente de Kazajistán a través de las Puertas de Zhungaria, dos cordilleras paralelas que sirven de zaguán en los límites desérticos de los imperios ex soviético y chino. Fue paso obligado de las invasiones hacia las tierras fértiles de Asia Central, en las cuencas del Oxus y el Yaxartes, y hoy día es un polvoriento desierto. Viajaba con mi gran amigo japonés Norihide Mitsui, un bribón aventurero, ex boxeador, mujeriego impenitente y compañero de las clases de ruso en Moscú. Un hermano en el camino, a quien recuerdo a menudo, pero de cuyo destino no sé nada desde hace mucho tiempo.

Con "Nori" hice esa primavera del 93 la Ruta de la Seda, partiendo de Moscú y acabando en Pekín tras innumerables peripecias. Una de ellas, en el fortín que hacía las veces de puesto fronterizo kazajo y del que sólo la intervención del coronel ruso que comandaba la guarnición nos libró de mayores insatisfacciones. Esa avanzada kazaja en Zhungaria estaba en medio de la nada, y más nada era lo que teníamos por delante hasta el siguiente puesto fronterizo, el chino, a muchos kilómetros de distancia y sin ningún transporte para alcanzarlo. Cómo acabamos en ese lugar perdido de la mano de Dios es tema de otro relato. La intervención de ese coronel, sorprendido y molesto por la presencia de dos mochileros en el lugar, y la oportuna llegada de un general chino en automóvil, que viajaba hacia la frontera de su país, se aliaron en nuestra ayuda antes de que los codiciosos policías kazajos nos dejaran sin un dólar o algo peor. Por suerte, el militar chino hablaba ruso y su protección nos facilitó los trámites fronterizos chinos sin mayores problemas. Pudimos respirar aliviados por primera vez desde que salimos de Moscú, muchos jornadas antes.

La amistad con un joven que trabajaba en la aduana también nos permitió conseguir al día siguiente billetes hasta Urumqi. Durante las largas horas que pasamos en ese tren, que nos alejaba con gran regocijo por nuestra parte de tierras kazajas, empecé a vislumbrar las peculiaridades del carácter chino, que aún hoy siguen asombrándome tanto como el primer día. Mientras Norihide se retorcía en la litera superior con los retortijones producidos por alguna de las porquerías que comimos el día anterior, mi estómago, por suerte menos escrupuloso, no hacía ascos a las viandas que me ofrecían los dos rufianes que compartían el compartimento abierto en el que nos encontrábamos. Jugaban a un extraño juego de cartas y, cada vez que uno perdía, tras blasfemar lo suyo, debía beber un nauseabundo brebaje alcohólico. "Chinese vodka", me decían en inglés. A fe mía que aquello olía a desinfectante y no sabía en absoluto a vodka, pero al menos me hizo olvidar el gusto a amoniaco del huevo seco y fermentado que, espléndidos ellos, me ofrecieron amablemente estos dos perillanes.

De Urumqi, a donde llegamos en una tarde ennegrecida por el aire arenoso del desierto de Taklamakán, poco puedo decir, salvo que no tuvimos gana alguna de permanecer en esa ciudad más de lo necesario. En cuanto conseguimos billete para Turfán, la abandonamos, no sin antes comprobar que allí imperaba un carácter más receloso que el que habíamos encontrado en la frontera. Los uigures de Urumqi nos parecían mal encarados y muy parecidos a algunas gentes del Asia Central ex soviética de la que veníamos. En su defensa debería decir que esa impresión hosca quizá fuera producto de la diarrea, en el caso de Norihide, y del hartazgo de huevo podrido y alcohol matarratas en el mío. Sólo recuerdo calles amplias y edificios de apartamentos cochambrosos, muy semejantes al paisaje que habíamos dejado atrás en Rusia y otras tierras ex soviéticas. La diferencia estribaba, sin embargo, en la frenética actividad. La construcción de una casa de tres plantas requería la participación de no menos de cien personas, algo muy notable que convertía la escena en un hormiguero humano y que se distanciaba sobremanera de la pereza que había advertido en las obras públicas realizadas en Rusia.

En el tren que nos llevaba a Turfán, conocimos a una muchacha de rostro risueño y coletas que hablaba ruso. Al parecer este idioma seguía siendo la lengua franca de todo el Asia Central, tanto el que había pertenecido a la URSS como el chino. En Urumqi y otras ciudades del noroeste de China durante muchos años prosperaron pequeñas colonias formadas por rusos "blancos" huidos de la guerra civil y las masacres protagonizadas por el bolchevismo a principios de los años veinte, desde Siberia al Caspio. Esta joven charlatana por los cuatro costados nos hizo más ameno el largo viaje, a cuyo disfrute poco contribuían los bancos de madera con los que estaban dotados los vagones de tercera clase chinos.





No llegamos finalmente a Turfán, una de las históricas ciudades de la rama norte de la Ruta de la Seda. El tren nos dejó, bien entrada la noche, en un emplazamiento urbano que había crecido durante más de un siglo en torno a la terminal ferroviaria. La suerte que nos venía acompañando desde el inicio del viaje tampoco nos abandonó entonces y apenas bajados del convoy una mujer uigur se nos acercó y nos ofreció morada por un módico precio. La posada en cuestión era un auténtico caravanserrallo en miniatura, con habitaciones muy sencillas pero prolijas, una zona de duchas (en realidad eran dos y sólo funcionaban por la tarde, cuando se acababa de llenar el tanque con el agua de un pozo subterráneo) y un retrete común que me recordaba los cuartos de baño romanos, con un agujero abierto en un poyete de cemento y madera bajo el que se oía fluir una corriente de agua. Años después oi un rumor de aguas parecido en otro retrete, en un baño público de Tokio, aunque en esta ocasión el ruido era una grabación accionada al sentarse uno en la trona y destinada a ocultar sonidos más indocorosos.

Desgraciadamente, los intestinos de Nori se volvieron a rebelar al día siguiente y prefiríó quedarse en la soleada habitación mientras yo me iba a explorar la villa. Esta era muy amplia, con casas de adobe o cemento, asentada en un lugar extremadamente polvoriento al que hacía justicia el cielo de color plomo de esos tempranos días de mayo. La población era una mezcla de chinos "han" y uigures de origen turcómano, de ahí que con las gafas de sol pudiera pasar bastante desapercibido dada mi tez morena. El problema surgía cuando me quitaba las lentes. Entonces no era raro, como me ocurrió muchísimas otras veces en China, que me rodearan los curiosos y me señalaran con descaro siempre, siempre, riéndose. Yo hacía lo propio y, más tarde, aprendí que la mejor manera de quitarme de encima a estos desaforados curiosones era señalarles con el dedo igualmente, a la par que les gritaba y hacía muecas. Todavía las madres del oeste y norte de China deben contar a sus hijos la historia del día que vieron a un auténtico "demonio extranjero" de nariz prominente, ojillos redondos y gestos de espanto.

Al día siguiente, Norihide se encontraba mejor y, como era día de mercado, aprovechamos para acudir al zoco y aprovisionarnos con comida. Que había ya hecho las paces con sus tripas lo pudimos comprobar esa tarde, cuando nos pusimos hasta las cejas de tallarines picantes. Eso sí, rechazamos amablemente todos los ofrecimientos de huevos podridos. Del infumable alcohol no hubo nada que decir , pues eran mayoría musulmana en la población y creo que nos habrían linchado o puesto en salmuera con el brebaje de haber requerido su consumo en alguna de las tabernas-restaurantes que frecuentamos.

Al tercer día pudimos finalmente conseguir billetes hacia el este tras muchas dificultades. Dado que nos demandaban para su pago yuanes oficiales (en esos tiempos había dos monedas de curso legal en China: los yuanes del pueblo y los yuanes para extranjeros, con una tasa de cambio mucho más desfavorable) tuvimos que ir al banco "más cercano" para cambiarlos por nuestros dólares. Esa oficina bancaria se encontraba a unos treinta kilómetros, en la auténtica Turfán. Viajamos en un landrover que puso a nuestra disposición una oficina "turística" del Gobierno que había en la villa y atravesamos campos cultivados, feraces oasis y pequeños poblachos que me recordaron mucho a Uzbekistán. Las gentes que cuidaban esos cultivos de enormes melones y tomates desmesurados eran uigures también. No lo eran, en cambio, los oficinistas de la sucursal bancaria donde cambiamos la moneda, pero fueron igual de solicitos y amigables, accediendo a abrir las dependencias sólo para nosotros a pesar de que su turno de trabajo ante el público ya había terminado hacía una hora.


Retornados al villorrio, tuvimos que esperar aún medio día más para tomar el tren que nos llevaría fuera de Xinjiang y camino de las legendarias grutas de Dunhuang. Aprovechamos para hacer amistad con un grupo de uigures que jugaban al billar en mesas instaladas en medio de la calle. Con su camiseta blanca y sus vaqueros raídos, Norihide podía pasar por uno de ellos y yo quedaba cerca con mis pantalones bombachos de tela negra y mi camisa uzbeka deshilachada. En un momento determinado, Nori dejó de dar una paliza a sus contrincantes. Fue después de que sus muchas risas del comienzo del juego se fueran transformando en sonrisas más forzadas y resoplidos nada confortantes. Su elección de fingir una derrota no pudo llegar en mejor hora y al final de la tarde eramos de nuevo buenos amigos e incluso nos invitaron a te y pastas con sabor a yeso. También creo que recordarían durante mucho tiempo a los "diablos" que un día aparecieron en su localidad y que, aunque parecían jugar bien al billar (sólo Nori; yo era y soy un manta en ese juego de mesa), perdían fuelle y se desinflaban después de unas cuantas victorias.

Ya caída la noche, subimos al tren. Pronto nos dimos cuenta espantados de que nuestros sitios en tercera habían sido ocupados por una familia de chinos "han" y que en apenas cinco días en China no habíamos avanzado mucho en el idioma como para poder decirles que o quitaban sus traseros de nuestro banco o los demonios extranjeros se iban a poner hechos unos basiliscos. Finalmente, decidimos pagar un dólar por cabeza de sobretasa que nos permitió dormir parte de la noche en el vagón restaurante, sentados en sillas y con medio cuerpo sobre las mesas. A las seis de la mañana nos despertaron y nos vimos forzados a acampar entre dos vagones varias horas hasta que el tren llegó a nuestro destino, otra estación en medio de la nada donde debíamos tomar un destartalado autobús rumbo a las grutas de los diez mil budas.

Pero esa es otra historia...

No hay comentarios:

Publicar un comentario