viernes, 9 de noviembre de 2012

Llegada a La Paz





La Paz se abre al viajero que llega en avión como una gran herida en la confluencia de los Andes y el Altiplano, forjada en quebradas y torrenteras gigantescas, que forman un crater, una gran olla de dientes petreos, en medio de un paisaje extraterrestre. Nunca había visto un paisaje semejante al acceder a una ciudad desde el aire.

El aeropuerto está situado en El Alto, a 4.000 metros de altura, en la llanura inmensa horadada. En esta planicie se encuentran los barrios más humildes de La Paz, vistos desde el cielo como un ordenado rompecabezas de brillantes techos de latón cubriendo el ocre del desierto andino. A la ciudad principal, y a la bendición del oxígeno negado en las alturas,  las carreteras bajan alegres, con multitud de curvas que rodean los afilados y fragmentados cerritos, más parecidos a los molares destrozados de una jauría de desmesurados lobos, que se secan al inmisericorde sol del Altiplano.

Ahora, mientras el soroche, el mal de altura, me otorga en el barrio de Calacoto una placidez zen y me imprime los movimientos de un astronauta en la Luna, recuerdo la inconmensurable grandeza de los Andes bolivianos en el periplo aéreo y los intuyo más allá del borde del cráter donde yace La Paz, con el gigante monte Illimani a guisa de sabio chamán de estas tierras, ahora también mías.

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