martes, 11 de agosto de 2009

Un misterio en Montevideo IV. La habitación.

Era una estancia amplia, iluminada por tres lámparas de pared de luz tenue que desdibujaban las sombras en los laterales. En la pared de la derecha había una ventana, la que yo había visto desde el jardín, cerrada con contraventanas de madera y éstas selladas con una barra de hierro horizontal, a manera de cerrojo insalvable. Una cómoda baja cubierta de pequeños objetos y un par de taburetes polvorientos hacían de ese lado de la habitación un espacio anodino, de cuarto mediocre y casi carente de interés. La pared opuesta, la que según mis cálculos daba al largo pasillo de la vivienda, estaba cubierta por una gran librería, con alguna que otra figura que a primera vista parecían de origen oriental. Los libros quedaban envueltos en una penumbra que hacía su número prodigiosamente infinito, tan atestados estaban los estantes. Por las encuadernaciones que distinguía se adivinaban muchos años de atesoramiento, aunque desde el umbral de la puerta no podía leer título alguno que me diera siquiera una idea del carácter del habitante original de la estancia. No obstante, dada la reverencia con la que Anton miraba en torno, ya me había dado cuenta de que no era él.

A los pies de la biblioteca había un diván, o quizá mejor podría calificarlo de camastro, con unos pliegos de papel enrollados como única decoración. Sin embargo, el alma de la habitación estaba en su única mesa, un escritorio que aparecía apoyado contra la pared opuesta a la puerta y sobre el que colgaban, bastante altas, dos de las tres lámparas que iluminaban el cuarto. Esa pared aparecía cubierta en buena parte por cuadros que formaban una agradable geometría desordenada. En realidad no eran pinturas, sino fotografías en blanco y negro o en tonos sepia, todas ellas enmarcadas. Sobre el escritorio había una hilera de libros apoyados en la pared, una caja de madera labrada y un fragmento de mapa descolorido, sujeto en una esquina por un abrecartas de bronce, por una brújula de campaña en otra, y en las otras dos por sendas figurillas de lo que parecían ser budas moldeados de un material oscuro. Un cuadernillo abierto con anotaciones y una estilográfica sobre él completaban el bodegón de objetos que había sobre el mueble.

Las fotografías colgadas sobre el escritorio eran de lo más interesante. Para mi asombro, todas parecían remontarse a la primera mitad del siglo pasado y varias de ellas remitían a la segunda guerra mundial o sus prolegómenos. En una composición se veía a tres oficiales alemanes en una estación de tren, embutidos en los típicos abrigos que llevaban los militares de alto rango de ese ejército. Otra fotografía mostraba una acampada, con un grupo de una docena de personas: cinco hombres occidentales y otros seis de raza mongoloide. Delante de los bienhumorados protagonistas del cuadro aparecían varias cajas de madera con aparatos que parecían sextantes y otros instrumentos de medición. En el extremo izquierdo de la fotografía, sobre una tienda de campaña, ondeaba sombría una enseña con la esvástica.

Una de las fotografías más curiosas era la de una especie de lama o santón, por todas las apariencias chino o tibetano, tomada a guisa de retrato y que mostraba a un hombre joven con el craneo afeitado y ataviado con una túnica. Ese mismo sujeto aparecía en otra fotografía junto a otros dos individuos. Los tres vestían gruesos abrigos y posaban en la loma de una colina, con un paisaje de montañas nevadas como fondo. Los otros dos personajes que acompañaban al oriental parecían de raza blanca: uno de ellos tenía la cabeza descubierta y el pelo alborotado por el viento y muy claro; el otro, aparentemente de más edad que sus compañeros, portaba unas gafas redondas oscurecidas y aparecía tocado con un gorro de piel negro o castaño. Apenas pasaron unos segundos antes de que me diera cuenta de que el hombre de la cabeza descubierta y cabello claro era uno de los tres oficiales alemanes de la fotografía del andén de tren. Para comprobar la identidad había acercado mi rostro hasta casi tocar la fotografía con la nariz. En ese momento, Anton tosió a mi lado. Me estaba sonriendo con un curioso gesto que denotaba la superioridad de quien es dueño de un secreto y apenas levanta la punta del velo que lo cubre.

- "Conservo la habitación como él la dejó. De vez en cuando la limpio, pero nadie pasa. Aunque... ya soy viejo y hay cosas, sucesos, que no me gustaría llevarme a la tumba", dijo, mientras se rascaba en uno de sus gestos habituales el lóbulo de la oreja izquierda. Ante la cara de pasmado que yo debía tener, fue más explícito. "Hasta hace muy poco creía que esta historia estaba muerta. Ahora veo que fui muy ingenuo. Bajo las cenizas había brasas y las brasas arden de nuevo. Pronto el incendio podría devastar muchas vidas, tal y como ocurrió entonces...". "¿De qué me hablas?", le pregunté. "De un cuento, de un secreto que traspasa todo entendimiento. De una historia que jamás debió ser escuchada, al menos no por aquellos que fueron testigos de ella. De una búsqueda que jamás debió ser emprendida".

Entonces, lentamente, Anton Muller alzó el brazo y tocó con el dedo la fotografía de la estación y después la de los tres montañeros. Rozó varias veces la figura del hombre del pelo claro y después acarició la superficie del mapa. Antes de hablar, acercó una silla a la mesa, se sentó y me ofreció otro asiento. "Esos hombres buscaban algo, una piedra... Una piedra que podía llevar a cualquier lugar, sin estar en ninguna parte... la chintamani, la que marca el camino". Sin volverse, con la mirada fija en la telaraña de trazos tipográficos que llenaba el mapa, hizo la última revelación. "El hombre del pelo claro, el líder de esa búsqueda, aquel que removió el hormiguero del infierno y desató la tormenta, ese hombre era mi padre".

Continuará...

viernes, 31 de julio de 2009

Un misterio en Montevideo III

Finalmente vi la oportunidad de acorralarle. No fue difícil, pues parecía distraido y con la defensa desguarnecida. A pesar de la velocidad con que lancé mi caballo contra sus líneas, no intentó protegerse tras el bastión que había dejado allí intacto. Incluso creo que estaba esperando mi último golpe. Cuando éste llegó, simplemente hizo una mueca, me lanzó una de sus miradas brutalmente azules y, por unos instantes, apenas un par de segundos, la clavó en la sellada puerta del fondo de la sala. Ni siquiera hice el esfuerzo de tocar su rey con mi álfil cuando le asesté el jaque mate, pues me había dado cuenta de la dirección de esa mirada. La luz indirecta de las tres lámparas que iluminaban la estancia dejaba al margen la pequeña puerta, como si quisiera evitarla. Sólo un pequeño destello del candado que reforzaba su secreto la situaba en el mismo plano espacial de la pieza central del hogar de Müller.

Acudía a menudo en tardes grises como ésta a su casa, intentando ahuyentar los fantasmas del invierno montevideano con un poco de compañía, ahora que L. y el niño estaban en España y los perros sólo contribuían a incrementar esa melancolía. Después de conocerle y de que me contara algunos detalles de su prodigioso pasado, hicimos una buena amistad. Aprovechábamos nuestros tozudos, pero poco concretos esfuerzos con el ajedrez para charlar durante horas en los desocupados fines de semana sobre mil y un asuntos, aunque el cauce de la conversación acababa siempre abandonando esos meandros y entrando en el angosto desfiladero de esa parte oscura de su memoria que desde un principio me había hechizado. Fue la casualidad la que me llevó a Anton Müller. La casualidad y un mensaje escrito en alemán en una nota olvidada pero nada inocente. "Dort ist die Mündung des altes Musses". Cuando le mencioné por primera vez esas palabras extrañas, su mirada se afiló e hizo de mí su prisionero durante varios minutos. Pero, como si de pronto estuviera saliendo de una habitación oscura y entrando en otra bellamente iluminada, una media sonrisa le aclaró el rostro, a la par que asentía y se acariciaba el bigote cano con el índice de la mano derecha. "Un día te contaré", se limitó a decir, para, a continuación, arrebatarme del intuido misterio con toda la locuacidad que sabía desplegar en la sabiduría de sus 74 años, su portentosa memoria, sus comentarios literarios y, sobre todo, en sus relatos sobre Asia, pasión que ambos compartíamos casi con desmesura.

Ese día había llegado. Tomó un sorbo de la taza de te que tenía junto al tablero de ajedrez, pareció meditar -o dudar- un instante, y se levantó con una agilidad extraña a su edad en dirección a la puerta. Estaba situada en la pared más alejada del ventanal del jardín y la habitación que sellaba tenía una pequeña ventana que daba a este recinto, como ya había advertido en una de esas tardes claras del otoño austral que había compartido con Anton, sentados en el banco de madera y bajo la vieja acacia, mientras mezclábamos a Holderlin con los versos negros del japonés Otani, a quien él conoció en su juventud.

Anton abrió un cajón de la cómoda que flanqueaba la puerta y sacó una llave, una entre muchas de las decenas que guardaba como una extraña colección en ese mueble. No podía haber pensado en mejor escondite, sin duda. Un instante antes de introducir la llave de bronce en la herrumbrosa cerradura, pareció detenerse, pero inmediatamente sacudió la cabeza mientras me animaba a seguirle. La oscuridad me envolvió al cruzar el umbral, que la tensión y curiosidad del momento me hacían imaginar como el de un olvidado mausoleo. No iba desencaminado, como comprobé cuando Anton Müller encendió la luz del cuarto.

lunes, 27 de julio de 2009

Días de mezcal y cactus

Fue un borracho y el alcohol sirvió de tinta para su obra. "Bajo el volcán" es uno de los libros cumbres de la literatura norteamericana del siglo XX (también de la literatura universal) y está escrito por un maldito, por uno de los malditos. Esa novela, si así se puede llamar, sumió a Malcolm Lowry, si cabe más, en el bosque negro de su angustia. Lo atrapó durante una década y cuando finalmente lo entregó a la imprenta, se convirtió en la bala en la recámara que finalmente acabaría disparándose en forma de alcohol y barbitúricos, "death by misadventure", o quizás no.







Lowry convirtió al fracaso en su religión y eso le hizo inmortal, a guisa de malhadado personaje de Onetti. Podría haber compartido, sin duda, mesa y alcohol en el prostíbulo imaginario del uruguayo, mano a mano con Larsen, en Santa María o en Quauhnáhuac, da lo mismo, tratando de escapar de su propio infierno interior y del purgatorio mediocre de la vida real. "Bajo el volcán" es "un caso superior de la novela, pero su autor concebía la escritura como un inacabable poema narrativo", escribió el mexicano Juan Villoro, para quien esa obra única es "un libro absoluto, vivido y planeado hasta el último detalle". Su protagonista, el cónsul Geoffrey Firmin, es el propio Lowry, anegado en mezcal y tequila, perdida la consciencia y ganado el respeto del olvido; manchado por la miseria y sabedor del secreto último de la derrota y caída del hombre.

domingo, 19 de julio de 2009

Noches de invierno austral

En Uruguay todo transcurre con ritmos ajenos. Más aún en invierno. Montevideo es una ciudad en la bruma y sus calles se desvanecen una vez que las dejas atrás. Todo es melancolía en la decadencia, incluso en la ruina que acecha en cada cornisa, en cada ventana opaca. No esa melancolía que le hace soñar a uno con bosques y prados al atardecer. La melancolía de Montevideo es demoledora y ahoga. Te agarras con los dedos ateridos a una futil esperanza y te es arrebatada por los fantasmas de las casas oscuras.

Cuando en la noche paseo junto a la rambla, contemplo a lo lejos, si la ausencia de niebla lo permite, las luces de situación de los grandes cargueros, engullidos por la negrura del río-mar. A veces entrecierro los ojos e imagino que estoy en otra parte, en dimensiones distintas y amadas. Me imagino en la isla de Odaiba, en la bahía de Tokio, y creo reconocer en las luces flotantes las almadías y pequeñas barcas convertidas en restaurantes para ricos y extranjeros. Luces de lámparas de papel japonesas que me reconfortan, mientras imagino las risas y brindis de esas cubiertas, donde la quietud de la marea nocturna facilita las pausadas danzas de las camareras disfrazadas de geishas. El frío me hace temblar y el recuerdo se desvanece. En el horizonte, los candiles que rompen la oscuridad marcan los vientres expuestos de los grandes buques, que atracan fuera del puerto de Montevideo para no pagar las tasas. Mañana zarparán rumbo a Buenos Aires, Río de la Plata arriba. Alguno de ellos tal vez tenga lámparas de papel a bordo; alguno quizá haya visitado Odaiba.

El frío de este invierno austral es intenso, pero no te aplasta como en la helada Moscú o en las ventosas riberas del río Han, en Seúl. Este frío se puede aguantar, aunque tiene un color extraño. Baja del alto techo de la casa, esquiva el tenue comfort del fuego en la chimenea y, sin hacer que tiemble mi cuerpo, sin embargo, asusta a mi espíritu. Sólo cuando Rodrigo se despierta, con sus ojitos inocentes enmarcados por su sonrisa de bebé de apenas dos años, esos fantasmas se escabullen hacia los ángulos del techo, a la espera de una nueva noche.

viernes, 10 de julio de 2009

Tiempos difíciles

Son estos tiempos difíciles. Uno se ve abrumado por la aparentemente enorme cantidad de información a la que podemos acceder y se indigesta antes de empezar siquiera a digerirla. Parecería ésta, una época de gran sabiduría, una era de libertad absoluta otorgada por las posibilidades que nos otorga ese ingente conocimiento. Un tiempo de poderío del espíritu, de satisfacción del alma...

En realidad, no creo que sea así. Más bien todo lo contrario. ¿Cómo podría ser de otro modo si imperan la mediocridad, la pereza y la, tan manida, pero omnipresente, "corrección política"? Nunca como en estos momentos habíamos sido tan "libres", pero a la vez tan débiles. ¿De qué sirve, entonces, esa libertad?

Tiempos duros, tiempos de gente vacua y cobarde, tiempos de verdades medias, de mentiras completas; tiempos de un ser humano acomodaticio y flojo que convierte en excelsos nirvanas la presentación de un futbolista en un coliseo o la muerte de un pobre hombre que fue un genio de la música, pero que nunca se aceptó a sí mismo y se convirtió en un payaso...

Pocas veces como en este umbral de siglo se ha cumplido la máxima de Pavese: "El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras".

A veces uno quisiera seguir el ejemplo de otros, quizá de Junger, quien sugirió la "emboscadura" para las épocas aciagas. Puede ser. Pero puesto que estoy en Montevideo tengo a menudo muy presente a Juan Carlos Onetti. En una sociedad donde los pillos, los rufianes y sobre todo los simuladores son quienes mejor medran, Onetti elige como defensa la creación de una realidad aparte, un mundo imaginario marcado por la misma miseria que el mundo real (incluso cuando soñamos seguimos siendo asquerosamente humanos), pero donde es el escritor quien marca las reglas. Onetti ante la sociedad aparece extravagante, raro. Un hombre que en la cima de su fama literaria prefiera quedarse en casa, tumbado en la cama y con la espalda hacia el exterior, mientras fuma, bebe mucho y lee novelas policiacas, "muy malas", reconoce él mismo. Y olvida, sobre todo olvida, pues, como señaló en una ocasión, "es insoportable vivir con todos los recuerdos".



En una entrevista que le hizo María Esther Gillio, Onetti dejaba clara su defensa.
- "Más de una vez yo dije sin ningún propósito de vanidad, 'mi reino no es de este mundo'. Y en verdad no lo es. Mi mundo es el que yo me invento y éste en el que vivo sólo existe en cuanto me da material para el otro, El hecho de que sea aquí de donde yo saco la materia para construir el mundo de mi literatura hace que viva este mundo con una gran distancia".

Onetti decía que aceptaba la vida "a veces con desgano, siempre con escepticismo". Tengo un bebé precioso de casi dos años y por eso no puedo ver la vida "con desgano". Pero sí puedo comprar la segunda premisa. Y también demando la voluntad de trazar un camino propio, marginado de las modas y rebelde a todas las "correcciones" impuestas por quienes aceptan ser débiles y reclaman esa debilidad para los demás.

Entonces, de nuevo escucho al maestro uruguayo: "Nada, nada. No hay caminos que podamos seguir. Cada uno debe hacer el suyo. Buscar en sí mismo. No mirar alrededor, sino adentro. Fuera, nada".

miércoles, 8 de julio de 2009

Pabellones lejanos


Sigo con especial atención las noticias que llegan del Xinjiang. Sólo he de volver la cabeza a mi derecha para ver ese inmenso territorio en el mapa de China que cuelga en esta habitación. Urumqi, una sórdida ciudad entre dos imperios, protagoniza estos días los noticieros y su mención me trae viejos, muy viejos recuerdos. Memorias de unos tiempos en los que la juventud era garantía suficiente para la aventura.





Estuve en el Xinjiang en la primavera de 1993. Entonces era muy joven y osado; podía oir la llamada insistente de Oriente y hacerla caso. Entré en esa región china procedente de Kazajistán a través de las Puertas de Zhungaria, dos cordilleras paralelas que sirven de zaguán en los límites desérticos de los imperios ex soviético y chino. Fue paso obligado de las invasiones hacia las tierras fértiles de Asia Central, en las cuencas del Oxus y el Yaxartes, y hoy día es un polvoriento desierto. Viajaba con mi gran amigo japonés Norihide Mitsui, un bribón aventurero, ex boxeador, mujeriego impenitente y compañero de las clases de ruso en Moscú. Un hermano en el camino, a quien recuerdo a menudo, pero de cuyo destino no sé nada desde hace mucho tiempo.

Con "Nori" hice esa primavera del 93 la Ruta de la Seda, partiendo de Moscú y acabando en Pekín tras innumerables peripecias. Una de ellas, en el fortín que hacía las veces de puesto fronterizo kazajo y del que sólo la intervención del coronel ruso que comandaba la guarnición nos libró de mayores insatisfacciones. Esa avanzada kazaja en Zhungaria estaba en medio de la nada, y más nada era lo que teníamos por delante hasta el siguiente puesto fronterizo, el chino, a muchos kilómetros de distancia y sin ningún transporte para alcanzarlo. Cómo acabamos en ese lugar perdido de la mano de Dios es tema de otro relato. La intervención de ese coronel, sorprendido y molesto por la presencia de dos mochileros en el lugar, y la oportuna llegada de un general chino en automóvil, que viajaba hacia la frontera de su país, se aliaron en nuestra ayuda antes de que los codiciosos policías kazajos nos dejaran sin un dólar o algo peor. Por suerte, el militar chino hablaba ruso y su protección nos facilitó los trámites fronterizos chinos sin mayores problemas. Pudimos respirar aliviados por primera vez desde que salimos de Moscú, muchos jornadas antes.

La amistad con un joven que trabajaba en la aduana también nos permitió conseguir al día siguiente billetes hasta Urumqi. Durante las largas horas que pasamos en ese tren, que nos alejaba con gran regocijo por nuestra parte de tierras kazajas, empecé a vislumbrar las peculiaridades del carácter chino, que aún hoy siguen asombrándome tanto como el primer día. Mientras Norihide se retorcía en la litera superior con los retortijones producidos por alguna de las porquerías que comimos el día anterior, mi estómago, por suerte menos escrupuloso, no hacía ascos a las viandas que me ofrecían los dos rufianes que compartían el compartimento abierto en el que nos encontrábamos. Jugaban a un extraño juego de cartas y, cada vez que uno perdía, tras blasfemar lo suyo, debía beber un nauseabundo brebaje alcohólico. "Chinese vodka", me decían en inglés. A fe mía que aquello olía a desinfectante y no sabía en absoluto a vodka, pero al menos me hizo olvidar el gusto a amoniaco del huevo seco y fermentado que, espléndidos ellos, me ofrecieron amablemente estos dos perillanes.

De Urumqi, a donde llegamos en una tarde ennegrecida por el aire arenoso del desierto de Taklamakán, poco puedo decir, salvo que no tuvimos gana alguna de permanecer en esa ciudad más de lo necesario. En cuanto conseguimos billete para Turfán, la abandonamos, no sin antes comprobar que allí imperaba un carácter más receloso que el que habíamos encontrado en la frontera. Los uigures de Urumqi nos parecían mal encarados y muy parecidos a algunas gentes del Asia Central ex soviética de la que veníamos. En su defensa debería decir que esa impresión hosca quizá fuera producto de la diarrea, en el caso de Norihide, y del hartazgo de huevo podrido y alcohol matarratas en el mío. Sólo recuerdo calles amplias y edificios de apartamentos cochambrosos, muy semejantes al paisaje que habíamos dejado atrás en Rusia y otras tierras ex soviéticas. La diferencia estribaba, sin embargo, en la frenética actividad. La construcción de una casa de tres plantas requería la participación de no menos de cien personas, algo muy notable que convertía la escena en un hormiguero humano y que se distanciaba sobremanera de la pereza que había advertido en las obras públicas realizadas en Rusia.

En el tren que nos llevaba a Turfán, conocimos a una muchacha de rostro risueño y coletas que hablaba ruso. Al parecer este idioma seguía siendo la lengua franca de todo el Asia Central, tanto el que había pertenecido a la URSS como el chino. En Urumqi y otras ciudades del noroeste de China durante muchos años prosperaron pequeñas colonias formadas por rusos "blancos" huidos de la guerra civil y las masacres protagonizadas por el bolchevismo a principios de los años veinte, desde Siberia al Caspio. Esta joven charlatana por los cuatro costados nos hizo más ameno el largo viaje, a cuyo disfrute poco contribuían los bancos de madera con los que estaban dotados los vagones de tercera clase chinos.





No llegamos finalmente a Turfán, una de las históricas ciudades de la rama norte de la Ruta de la Seda. El tren nos dejó, bien entrada la noche, en un emplazamiento urbano que había crecido durante más de un siglo en torno a la terminal ferroviaria. La suerte que nos venía acompañando desde el inicio del viaje tampoco nos abandonó entonces y apenas bajados del convoy una mujer uigur se nos acercó y nos ofreció morada por un módico precio. La posada en cuestión era un auténtico caravanserrallo en miniatura, con habitaciones muy sencillas pero prolijas, una zona de duchas (en realidad eran dos y sólo funcionaban por la tarde, cuando se acababa de llenar el tanque con el agua de un pozo subterráneo) y un retrete común que me recordaba los cuartos de baño romanos, con un agujero abierto en un poyete de cemento y madera bajo el que se oía fluir una corriente de agua. Años después oi un rumor de aguas parecido en otro retrete, en un baño público de Tokio, aunque en esta ocasión el ruido era una grabación accionada al sentarse uno en la trona y destinada a ocultar sonidos más indocorosos.

Desgraciadamente, los intestinos de Nori se volvieron a rebelar al día siguiente y prefiríó quedarse en la soleada habitación mientras yo me iba a explorar la villa. Esta era muy amplia, con casas de adobe o cemento, asentada en un lugar extremadamente polvoriento al que hacía justicia el cielo de color plomo de esos tempranos días de mayo. La población era una mezcla de chinos "han" y uigures de origen turcómano, de ahí que con las gafas de sol pudiera pasar bastante desapercibido dada mi tez morena. El problema surgía cuando me quitaba las lentes. Entonces no era raro, como me ocurrió muchísimas otras veces en China, que me rodearan los curiosos y me señalaran con descaro siempre, siempre, riéndose. Yo hacía lo propio y, más tarde, aprendí que la mejor manera de quitarme de encima a estos desaforados curiosones era señalarles con el dedo igualmente, a la par que les gritaba y hacía muecas. Todavía las madres del oeste y norte de China deben contar a sus hijos la historia del día que vieron a un auténtico "demonio extranjero" de nariz prominente, ojillos redondos y gestos de espanto.

Al día siguiente, Norihide se encontraba mejor y, como era día de mercado, aprovechamos para acudir al zoco y aprovisionarnos con comida. Que había ya hecho las paces con sus tripas lo pudimos comprobar esa tarde, cuando nos pusimos hasta las cejas de tallarines picantes. Eso sí, rechazamos amablemente todos los ofrecimientos de huevos podridos. Del infumable alcohol no hubo nada que decir , pues eran mayoría musulmana en la población y creo que nos habrían linchado o puesto en salmuera con el brebaje de haber requerido su consumo en alguna de las tabernas-restaurantes que frecuentamos.

Al tercer día pudimos finalmente conseguir billetes hacia el este tras muchas dificultades. Dado que nos demandaban para su pago yuanes oficiales (en esos tiempos había dos monedas de curso legal en China: los yuanes del pueblo y los yuanes para extranjeros, con una tasa de cambio mucho más desfavorable) tuvimos que ir al banco "más cercano" para cambiarlos por nuestros dólares. Esa oficina bancaria se encontraba a unos treinta kilómetros, en la auténtica Turfán. Viajamos en un landrover que puso a nuestra disposición una oficina "turística" del Gobierno que había en la villa y atravesamos campos cultivados, feraces oasis y pequeños poblachos que me recordaron mucho a Uzbekistán. Las gentes que cuidaban esos cultivos de enormes melones y tomates desmesurados eran uigures también. No lo eran, en cambio, los oficinistas de la sucursal bancaria donde cambiamos la moneda, pero fueron igual de solicitos y amigables, accediendo a abrir las dependencias sólo para nosotros a pesar de que su turno de trabajo ante el público ya había terminado hacía una hora.


Retornados al villorrio, tuvimos que esperar aún medio día más para tomar el tren que nos llevaría fuera de Xinjiang y camino de las legendarias grutas de Dunhuang. Aprovechamos para hacer amistad con un grupo de uigures que jugaban al billar en mesas instaladas en medio de la calle. Con su camiseta blanca y sus vaqueros raídos, Norihide podía pasar por uno de ellos y yo quedaba cerca con mis pantalones bombachos de tela negra y mi camisa uzbeka deshilachada. En un momento determinado, Nori dejó de dar una paliza a sus contrincantes. Fue después de que sus muchas risas del comienzo del juego se fueran transformando en sonrisas más forzadas y resoplidos nada confortantes. Su elección de fingir una derrota no pudo llegar en mejor hora y al final de la tarde eramos de nuevo buenos amigos e incluso nos invitaron a te y pastas con sabor a yeso. También creo que recordarían durante mucho tiempo a los "diablos" que un día aparecieron en su localidad y que, aunque parecían jugar bien al billar (sólo Nori; yo era y soy un manta en ese juego de mesa), perdían fuelle y se desinflaban después de unas cuantas victorias.

Ya caída la noche, subimos al tren. Pronto nos dimos cuenta espantados de que nuestros sitios en tercera habían sido ocupados por una familia de chinos "han" y que en apenas cinco días en China no habíamos avanzado mucho en el idioma como para poder decirles que o quitaban sus traseros de nuestro banco o los demonios extranjeros se iban a poner hechos unos basiliscos. Finalmente, decidimos pagar un dólar por cabeza de sobretasa que nos permitió dormir parte de la noche en el vagón restaurante, sentados en sillas y con medio cuerpo sobre las mesas. A las seis de la mañana nos despertaron y nos vimos forzados a acampar entre dos vagones varias horas hasta que el tren llegó a nuestro destino, otra estación en medio de la nada donde debíamos tomar un destartalado autobús rumbo a las grutas de los diez mil budas.

Pero esa es otra historia...

viernes, 3 de julio de 2009

Santa Maria revisited

Hay días, unos diáfanos, otros envueltos en la lluvia, en los que es más sencillo acceder a Santa María. Entonces, el umbral puede estar en una calle donde huele de una forma especial a leña quemada en las invisibles chimeneas, o quizá bajo la sombra de una balconada que nunca antes estuvo ahí. Lo cierto es que, una vez traspasados los límites sanmarianos, todo es más fácil y las señales se muestran abundantes, deslizándose por las veredas especialmente maltrechas o agarradas a las arruinadas fachadas. En esa pintada que anuncia una academia de candombe o en aquella ventana tapiada que causa desazón, pues sabes que sus ladrillos grises no están ahí para impedir el paso, sino para negar la salida.

Santa María es gris, de muchos tonos de gris, pero tiene reflejos siena en sus paseos de la rambla, siena del agua turbia del mar-río que, una vez que accedes a la ciudad, aparece más tranquilo, más irreal. Y claro, no podía ser de otra forma. Santa María, así lo dicen, es imaginaria, mítica señalan otros. Pero el olor a bosta en sus calles es muy real, como lo es la mirada celeste de sus viejos que se asoman desde los zaguanes y hurgan en las materas, por una vez falsamente esperanzados. También es auténtica la inquietud de miseria que hay ante ciertas casas, viejos burdeles que en la otra ciudad, la real, a la que sólo con volver a tus problemas puedes retornar, aparecen como tienduchas de barrio, vacíos supermercados de falsas dependientas con una cierta mirada. Señales, tantas y tan extrañas. Si llevas en la mano el libro, es más fácil. Incluso alguno de esos viejos de miradas glaucas te sonreirá y repetirá mascullando el mágico título... La vida breve... o no tanto. No las suyas, desde luego, atrapados en esta ciudad de nubes en los charcos y cielos huecos, grises, arañados por los árboles de ramas avariciosas en invierno. Algún día volveré, sí, a Santa María. Tal vez no en esta ciudad... en otra. En aquella donde los portales de las casas, sus portones de madera vieja y sus muros desconchados, me marquen el camino y me prometan muchas, muchas más visitas.

viernes, 17 de abril de 2009

Costas de Exilio II

La argentina Angélica Mengotti firmaba la obrita que sobre Hashichiro Otani encontré en la Biblioteca Nacional de Montevideo. Escrito a finales de los años setenta, el libro citaba varios almanaques culturales y revistas de los años cincuenta, publicados en el Montevideo que aún se resistía a despertarse de la grandeza ficticia que vivió en la posguerra. Aunque no aparecían fotografías del japonés, sí había algunos recortes y viejas imágenes del Uruguay de esos días, con lo cual me fue fácil hacerme una idea del país en el que, en una mañana de 1955, desembarcó Otani, procedente de Europa.






Según los escritos de Mengotti, el "chino" Otani, como vino a ser llamado Hashichiro en los círculos que el poeta nipón comenzó a frecuentar a los pocos meses de arribar a Montevideo, vivía en una pequeña casa cercana al Parque Rodó, en el sur de la capital. Tenía la rambla a apenas doscientos metros de su puerta, que se abría detrás del imponente Casino Parque Hotel, un edificio de extraño gusto que pasados los años se convertiría en la sede del Mercosur. Quienes conocieron a Otani, y cuyos testimonios recogió la investigadora argentina, recordaban al japonés como un personaje "curiosísimo", que hablaba español con mucho acento, pero de manera correcta, y a quien no se conocía dedicación fija, salvo la de acudir a las tertulias literarias y los encuentros político-filosóficos tan frecuentes en esa época y que eran relacionados por algunos con la masonería siempre bullente en esta ciudad. También pasaba largas horas en la Biblioteca Nacional, interesado en viejos volúmenes hoy desaparecidos.


Todos le llamaban el "chino" Otani, sin que él se esforzara lo más mínimo por refutar esa procedencia. En el único lugar donde era celebrada su afiliáción nipona, pocos de estos literatos acostumbraban a pasar en aquellos años. Se trataba de un elegante boliche, con infulas de restaurante, con el exótico nombre de "Sáhara", muy frecuentado por miembros de la colonia alemana residente en Montevideo. Allí se escuchaba cantar hasta horas intempestivas canciones de inquietante marcialidad. Otani no se unía en tales ocasiones al coro de los alemanes, sino que prefería pasar las horas jugando a una especie de ajedrez oriental en una pequeña mesa de un rincón, siempre la misma. Lo hacía en compañía de un hombre de cabello níveo que vivía en la misma calle en la que se encontraba el boliche y de quien se decía que era un desertor de aquel famoso acorazado, el Graf Spee, hundido por su propio capitán en diciembre de 1939 enfrente del puerto de Montevideo.


De aquellos tiempos se guardaban en la Biblioteca Nacional algunos poemarios de Otani, publicados en ediciones muy cuidadas de una editorial ya clausurada y que estaba situada en la Ciudad Vieja. Angelica Mengotti daba cuenta de esos poemas, de nuevo haikus, una forma poética apenas conocida en Uruguay y que años después Mario Benedetti adoptaría en uno de sus libros más hermosos. Mengotti era de la opinión de que Otani y Benedetti se conocieron en el café Sorocabana de la calle 25 de Mayo, a principios de 1959, poco antes de que se perdiera de nuevo la pista de Otani, esta vez de forma definitiva. Por entonces, Benedetti acostumbraba a escribir en una de las mesas del café, que ocupaba en su descanso para el almuerzo tras sudar tinta toda la mañana como contable. Allí, el vate de las letras uruguayas concluyó "La tregua" y, según insistía Mengotti, se empapó de las tradiciones literarias de Oriente de boca de Otani, quien por entonces ya dominaba el español.

El Café Sorocabana


En esos haikus que publicó Otani a fines de los años cincuenta, el poeta nipón no refleja en absoluto las inquietudes literarias de la época. Por el contrario, parecen traducciones al español de temas clásicos japoneses. La sencillez de los poemas le permitía transferir su intuición al castellano, idioma en el que aparecían escritos, quizá con el influjo de una mano anónima que le ayudó con los conceptos más extraños de nuestra lengua. Sin embargo, hay algunos de esos versos que dejan al lector sumido en una gran inquietud y cuya inspiración tiene poco de oriental.



"El miedo y las ventanas
arañan las risas de los niños,
dulces y ajenos al crepúsculo"


o estos dos:


"La luna sabe de qué hablo
y me resisto a estar solo
cuando lloro en la azotea"


"En sus canciones bárbaras
la piel se desgarra y estalla
la integridad de la memoria"


En ese año 1959, el poeta oriental había dejado de atender las tertulias y reuniones literarias, y apenas se le veía en compañía de unos pocos amigos íntimos. Era más frecuente seguir sus pasos en el Parque Rodó o caminando por la Rambla, con la mirada insistente en el horizonte del Plata. Un conocido suyo, director de un oscuro departamento cultural en la Intendencia, le citó en un pequeño ensayo sobre la melancolía publicado en 1963. "Me encontré a mi amigo, el estrambótico poeta japonés del que hablé antes, en la rambla, a la altura de Punta Carretas. Le llamé y, al ver que no atendía y seguía con la mirada fija en el mar, me acerqué presuroso. Le toqué el hombro y, al volver la cara, me mostró una expresión de horror como pocas veces he visto en un rostro. Las lágrimas le corrían por la faz como un torrente y lo peor de todo es que en ningún momento pareció reconocerme. Días después lo vi leyendo en un banco de la plaza Cagancha y se extrañó mucho cuando le recordé el incidente".


Este episodio lo citaba en su libro Angélica Mengotti, quien también relacionó a Otani con varios escándalos ocurridos en 1959 en locales de mala reputación, en los que estuvieron involucrados asimismo algunos miembros de la comunidad alemana. Según la autora, en una ocasión resultó herido un diplomático estadounidense, y la participación en la reyerta de varios marineros rusos y del propio Otani estuvo a punto de provocar un conflicto político en el intrigante Montevideo de aquellos días.


Es por entonces cuando el misterio vuelve a la biografía de Hashichiro Otani. Su tensa escritura, reflejada en su último poemario, "Costas de Exilio", toca elementos místicos y se hace más ininteligible. Son, sin embargo, estos haikus los que despertaron el mayor interés del estudioso japonés autor del compendio de literatura que me prestó mi amigo mexicano en Tokio. En ese libro, del que te hablé en un post anterior, el historiador Akihiko Ueno recopilaba los poemas y cuentos de quienes venía a llamar "marginados" de la literatura japonesa. Entre ellos estaba Hashichiro Otani y sus "Costas de Exilio".


"Príncipes, de arena ungidos,
no toquéis las espinas
que sostienen su alma"
...


"Las piedras anheladas
duermen en el lecho antiguo,
de la embocadura argentea"
...



"Y retorno al camino,
las estrías de mi rostro
bendecidas por los padres"


En marzo de 1960, desaparece el rastro oficial de Otani. Según Mengotti, la pista se perdía en Buenos Aires, a donde presuntamente viajó tras vender y regalar sus pocas posesiones en Montevideo, sobre todo libros, varios trajes y un extraño mecanismo de oro que figuró en el Museo de Historia del Arte de la Intendencia antes de que alguien lo robara por carnaval, aprovechando la poca vigilancia de esas fiestas. Otras versiones, sin embargo, destacaban que Otani se dirigió hacia la frontera con Brasil, en compañía de un malencarado sujeto y a bordo de una destartalada camioneta. Se habló entonces de que murió asesinado en esa tierra de nadie que es el oeste de Rio Grande Do Sul, pero otros testimonios se refirieron en esas mismas fechas a un oriental errante que parecía huir de algo o alguien en la paraguaya y también poco recomendable Ciudad del Este, mucho más al norte.


Sin embargo, y esto lo subraya Mengotti para defender la tesis argentina, algunos turistas que visitaron Bariloche en 1962 afirmaron que se encontraron en estas tierras de bosques feraces y aguas turquesas de la Patagonia con un vagabundo que se decía japonés y que, a cambio de unas monedas, recitaba poemas en su esquiva lengua, en español e incluso en alemán, para los muchos viajeros de esta nacionalidad que entonces merodeaban los lagos. Evidentemente, Mengotti desconocía el libro de Ueno, donde junto a los poemas de "Costas de Exilio" yo recordaba el fragmento de una carta, sin fecha, enviada por Otani a su hermana Keiko y en la que el poeta le decía en una misteriosa e inconclusa frase: "me he redimido, hermanita. La estrella caída retornó a la corona..."


jueves, 16 de abril de 2009

Costas de exilio I



Retomé la pista de Hashichiro Otani en la Biblioteca Nacional de Montevideo, entre unos volúmenes gastados de poco conocidos autores y mecenas extranjeros que hicieron donaciones a los fondos de esta entidad hace décadas. La lóbrega estatua de Dante, guardián de la sabiduría concentrada y velada en este centro del saber, pareció hacerme un guiño al salir de la biblioteca con mi moleskine en la mano, preñado de notas. Mi primer contacto con Otani fue en Japón, cuando un asesor cultural de la Embajada mexicana en Tokio me pasó las referencias de este oscuro autor, cuya vida aparece repleta de incidentes novelescos, con el misterio peleándose con la tragedia para llenar los anaqueles de su efímera, pero intensa trayectoria literaria.

Según el tratado de literatura japonesa que me prestó este diplomático, Hashichiro Otani nació en Tokio en la primavera de 1917, en el seno de una familia de artesanos que se decía emparentada con un famosa saga de samuráis. El acomodo de los padres de Otani le permitió asistir a una buena escuela, pero la insistencia en dar al pequeño Hashichiro una formación técnica para así ponerle al frente del negocio se topó con la resistencia del niño. Desde muy joven Otani se interesó más por las tradiciones y literatura de un Japón que iba cediendo a la influencia de Occidente a una velocidad vertiginosa. De aquella época, apenas en la adolescencia, son los versos siguientes, tal y como aparecían en el libro:

"En la tristeza de las ranas
el tiempo descartado
se empareja con la memoria"

o también aquel haiku:

"No siento las lágrimas
en el umbral del otoño.
Sólo pájaros en el campo"

A pesar de su juventud, Otani se fue haciendo sitio con rapidez entre los poetas que frecuentaban los barrios nororientales de Tokio, de dudosa reputación pero marcados en esos años treinta por un afán de la bohemia y un inútil querer distanciarse del disparatado espíritu de los tiempos. Mayor influencia tuvieron en Otani los clubes de poetas de Takayama, una hermosa localidad del centro montañoso de Japón donde sus padres tenían una finca y una casa solariega, y donde anidaban esos aires de grandeza feudal venidos muy a menos.

La guerra en China cerró las puertas a la carrera literaria de Otani, al menos a la carrera reconocida. Los sueños aristocráticos de su padre se vieron truncados cuando no pudo hacer nada, pese a los descoloridos papeles con los que trataba de convencer a los oficiales que reclutaron a Hashichiro, para enviar a su vástago a una escuela de oficiales. Había obviado el doloso pero indispensable trámite de adjuntar una generosa suma de dinero. De esta guisa, Otani acabó embarcado como soldado raso rumbo a la turbulenta Manchuria, donde los nipones imponían la paz fúnebre del Manchukuo desde principios de la década.



Durante dos años, Hashichiro participó en una vida más o menos sosegada de cuartel, con eventuales incursiones bélicas, que no supusieron mayor menoscabo a su integridad física que un par de cicatrices cuando volcó el camión que le llevaba junto a su pelotón en una maltrecha carretera del nordeste de China. De esos tiempos son estos versos de Otani.

"Alambradas y tijeras
rasgan el papel amarillo
del verano de mi vida"

"En otoño, los árboles son marciales
y sus hojas, descosidas por el viento
caen rebeldes ante tanta disciplina"

Otani ya había dejado de seguir los preceptos clásicos de los haiku, traicionando así ese apego que de muy joven sentía por el tradicionalismo nipón. Sin embargo, guardó siempre esa nostalgia de la que se jactaron siempre los grandes poetas japoneses, empeñados en maquillar la voluble inconsistencia de su sufrimiento y desdicha con el devenir físico de las estaciones.

"Siempre acabo con el rostro
aplastado contra la almohada
para no oir el lamento de la marea"

...añadía en otros renglones.



El punto de inflexión en la vida de Hashichiro Otani quedó determinado por el agravamiento del conflicto y la resistencia . Fue enviado a Nanking, donde fue testigo, en diciembre de 1937, de la bestialidad imperial nipona. Violaciones en masa, empalamientos, decapitaciones, asesinato de niños y ancianos, torturas, torturas, torturas... la locura de Otani comenzó entonces, según el escritor que trazaba sus bosquejos biográficos. El joven soldado, ya convertido en cabo, servía como traductor del idioma mandarín que había aprendido en Manchuria, antes de ser destinado al sureste de China para participar en los cada vez más numerosos combates. Esa posición le llevó a ser testigo de los brutales interrogatorios a cargo de los sádicos oficiales nipones. De esa época apenas quedan poemas, salvo retazos que revelan ese desquiciamiento.

"Llora, llora, llora,
y nadie le escucha,
nadie,
mientras se ahoga en el pozo"

o

"El pequeño se agarra, desconsolado,
al pecho de su madre
pero ya no hay pecho, ya no hay madre"

No se sabe exactamente cuándo desertó Otani. Debió ser a fines de 1943 o principios de 1944, cuando ya la guerra tomaba otro rumbo, una vez que Estados Unidos y Gran Bretaña comenzaron a retomar posiciones en Asia. Sí se conoce, porque así dejó él mismo constancia en varias cartas enviadas desde remotos lugares del sur de China, que esa habilidad con el lenguaje local le permitió unirse a algunas de las columnas de refugiados que como hormigas desorientadas por un pisotón se movían por todo el país. Emprendió rumbo al oeste y en algún momento de 1945 entró en el Tibet, o el territorio que entonces era aún conocido como Tibet. De esa época su hermana conservó varios versos de las cartas recibidas. Su padre se había suicidado en febrero de 1944, tras confirmarse la deserción de Otani.

"El ocaso me llama
y voy, sin descanso,
colgado del vuelo de una golondrina"

o también estos versos

"Noche larga, triste,
la montaña se hace mi amiga,
y me habla por mis llagas"

Estos poemillas estaban en la última misiva que envió Otani a su hermana Keiko. Después cayó el silencio. Años de silencio hasta que su pista se recupera en 1955 precisamente en este país, en Uruguay.

Mañana termino de contarte la hermosa historia de un poeta loco japonés en el confín de América.

jueves, 2 de abril de 2009

Gogol


Ayer se conmemoró el bicentenario del nacimiento de Gogol, una de las cumbres de la literatura de Rusia y un tipo al que en buena parte debo mi implicación con ese país. Tenía yo 14 años creo y estaba en primero de BUP. El gran Don Ramón, todas las alabanzas sean con él, era nuestro profesor de lengua y literatura. Promovía nuestra aficción a las letras con la dúctil mezcla de su entusiasmo rayano en la locura iluminada y la imposición de trabajos sobre los libros que nos diera la gana leer. Por entonces, no eran muchos los volúmenes de literatura que había en nuestra casa y, a excepción de numerosas enciclopedias al mejor estilo de Antonio Alcántara, me las veía y deseaba para conseguir algún libro viejo en la Cuesta del Moyano a costa de mis escasos emolumentos mensuales o entre los aún más ajados ejemplares que mis padres guardaban a buen recaudo entre un montón de novelas del oeste de Lafuente Estefanía. La opinión de mi progenitor era que tales libruchos sólo podían distraerme de mis tareas escolares y ayudar a que anidaran en mi mollera pájaros perniciosos. Cuervos y urracas debieron ser, a juzgar por los resultados. Entre esos librillos había un tomito de Nikolai Gogol, "Taras Bulba", con un dibujo a guisa de portada que representaba a Yul Brynner a caballo y sable en mano. No es éste, pero puede valer.



Yo por entonces no había visto la película que protagonizó el calvo más famoso de Hollywood y en la que encarnó al bravo cosaco de Gogol. En cualquier caso elegí ese libro para mi primer trabajo de literatura (debo hacer un inciso. Don Ramón es ese profesor autor de una de las citas que más han marcado mi existencia, aquella de: "la vida es muy puta y muy cabrona". Cuanta razón tenía el santo varón).
El caso es que "Taras Bulba" me hechizó. Además del farragoso comentario que hice del libro añadí un largo poema sobre cosacos, atamanes, polacos malvados y cargas de caballería, que entusiasmó sobremanera a Don Ramón e hizo merecedoras a mis divagaciones con un sobresaliente alto. Este fue también el comienzo de mi idilio con el alma rusa (aunque Taras, como el propio Gogol, era ucraniano, por cierto) y el origen de tantas aventuras, luchas, sinsabores y decepciones que viví muchos años después en ese país y con sus gentes.

Pero no quería hablarte de esto sino de Gogol. Hay que leer "Taras Bulba", pero también "El capote" y más aún "Las almas muertas". Y qué se puede decir de las divertidas peripecias de "La nariz"... Tras leer este relato uno puede incluso pensar que no hay tal "alma rusa", pero sí una "nariz rusa", unas veces afilada y cruel, y otras gruesa, bonachona y colorada, harta de vodka y "samogón".

De Gogol otro gran ruso, Nabokov, decía que uno no debe pretender acercarse a su obra si se quiere sacar algo en claro sobre lo que es Rusia. Es cierto, pero quizá porque Rusia es inabarcable, como una matrioshka infinita que siempre tendrá una muñequita pintada más dentro de la última que acabamos de abrir. Pese a todo, Gogol abre las puertas de la intuición sobre el misterio de ese país; sin engañar a nadie, pues tras esa puerta, debajo del felpudo de la entrada, puede esconderse el abismo, y así lo dejan claro la desesperación y el absurdo que marcan las páginas del gran autor.

Esos recovecos oscuros del alma se sienten en un monumento a Gogol que veía a menudo cuando vivía en Moscú, pues estaba en un pequeño parque cerca del Arbat. Envuelto en su capote, el escritor parece ensimismado y a la vez con las espaldas cargadas con un secreto terrible, como un Atlas a quien el mundo de pronto le viene demasiado grande o ajeno. Curioso, ese parque siempre lo recuerdo en invierno. Sin hojas los árboles y lleno de una tristeza tremenda, que en nada se parecía a la alegría con la que leía sobre los cosacos en la frontera de la niñez y la adolescencia.
Tras ese librillo de mi infancia, leí a Gogol en volúmenes manoseados de biblioteca, que después tenía que devolver un tanto triste, mientras seguía soñando con las estepas y las calles de San Petersburgo. En Moscú, apenas comenzada mi andadura rusa, compré un tomo en castellano que reunía al "Taras Bulba" y un par de cuentos más, de la insigne editorial "Progreso". Despúes lo conseguí en ruso e inglés, en ediciones que no sé por donde andarán ahora. Pero ha sido ahora, sin embargo, cuando he podido conseguir sus obras completas en un sólo volumen. Sí, aquí en Montevideo. Fue en la feria de cosas viejas de Tristan Narvaja. El libro es una tercera edición en castellano de 1963, con más de un millar de páginas, en papel de cebolla. Una joya que adquirí junto a un diccionario ruso español editado en Moscú antes de la Revolución de Octubre, que sólo Dios sabe cómo llegó al mercadillo uruguayo y cuya historia ya contaré.
Cuando entreabrí el volumen de Gogol, tuve esa misma sensación de júbilo de los tiempos de primero de BUP. Volvió a mi cabeza Don Ramón, el largo e infumable canto a los cosacos que escribí entonces, el olor a brezo y humo de las hogueras, la imagen de Yul Brynner indomable y salvaje, mis viajes reales en tren hacia Crimea y Odesa por la estepa interminable; la luz especial de San Petersburgo ... En cambio, no recordé los malos tiempos, las necedades de ese país ni tampoco las frustraciones que en él viví.
Sólo el campo y las colinas, las colinas de los cosacos libres...







martes, 31 de marzo de 2009

Un misterio en Montevideo II

No podía aventurar qué edad tenía. Era viejo, bastante, aunque la lentitud de sus pasos no parecía deberse al deterioro de los años, sino a un ensimismamiento extraño, como el de un entomólogo que observa cada hierba en el camino, cada grieta en las rocas, para descubrir algún lepidóptero de nombre impronunciable. Acababa de cruzar la calle y se acercaba de esa forma parsimoniosa al Café Sáhara. En un momento determinado se detuvo y giró lentamente la cabeza en mi dirección. Yo le observaba desde hacía unos minutos, después de que me cautivara la blancura de su cabello. Miró hacia mí y a pesar de la distancia, diez, quince metros, advertí la intensidad del azul de sus ojos. Sólo en el Báltico he visto ese tono cobalto, ese azul brutal que capta inmediatamente el interés de cualquier viajero que se fije un poco en otras cosas que no sean los magníficos edificios boreales o las curvas juguetonas de las eslavas. Tras unos instantes, siguió su camino y entró en la casa que lindaba calle arriba con el "Sahara". Me acerqué intrigado y pude comprobar de nuevo que la puerta del café no parecía haber sido abierta en mucho tiempo, por el óxido que tenía el candado y la cadena que la guardaban. Continué unos pasos y vi que la entrada de la casa a la que había entrado el viejo estaba despejada, con un zaguán y un largo pasillo que aparentemente iba a morir a una especie de patio andaluz. La oscuridad del recibidor abierta en canal por la luz del patio al fondo impidió que le viera inmediatamente. Estaba en un lado, aguardando. Mi sobresalto fue más un susto y él lo percibió en seguida, como pude comprobar por la media sonrisa que me ofreció y que, drástica, sofocó cualquier disculpa por mi parte.

- Perdone, no quisiera molestar, pero... ¿sabe si el café lleva cerrado mucho tiempo?

Respondió con otra mueca risueña. Sí, o mejor dicho, no, porque no es un café. En realidad es mucho más que eso... aunque, ¿puedo preguntarle cuál es su interés en saberlo?

- Verá, le dije, le podrá parecer una tontería, pero paso a menudo por esta calle y me atrajo el nombre del establecimiento. Me recuerda, además, a algunos sitios que visité hace tiempo, en lugares muy lejanos y de los que guardo una grata memoria.

- Bueno, no sé a qué le recuerda este club -ya ofrecía un poco de luz al misterio de la definición del lugar- pero estoy seguro de que espacios como éste abundan si uno tiene la intención de encontrarlos.

El hombre estaba respondiendo con más enigmas a mi curiosidad, pero me sentía bien en su compañía y él debió advertirlo, pues no hizo ningún gesto de querer concluir la rara conversación. Tras mirarme de nuevo con esos inquietantes ojos y medio sonreir, hizo un gesto rápido con la mano izquierda para que entrara en la casa.

sábado, 28 de marzo de 2009

Un misterio en Montevideo

En el Montevideo viejo, entre bulevar Artigas y 18 de Julio, hay calles que buscan la rambla y el mar. Hay otras que esquivan la luz y se hunden bajo los túneles de árboles que crecen en sus veredas. En estas calles, en las que el aire se para e incluso los olores se hacen apenas perceptibles, es donde el misterio dibuja rostros de musgo en las piedras de sus casas y se agazapa en sus ventanas de cortinas impenetrables.

El otro día paseaba por una de estas estrechas avenidas, flanqueado por hogares neocoloniales de una belleza imperfecta que podrían recordar quizá a La Habana si no fuera por los laberintos que se esconden en sus entrañas. Son curiosas estas calles conquistadas por el silencio, mientras en otras paralelas o perpendiculares los autos circulan vocingleros y los escolares gesticulan en el intermedio de una clase. Mi destino era un café que había divisado en otras ocasiones, cuando andaba rápido desde mi casa en el cercano barrio del Parque Rodó camino del trabajo. Un café cuyo nombre, "Sáhara", me causó una extraña desazón la primera vez que lo vi, quizá por la incongruencia de semejante nombre en un lugar como Montevideo, y más aún en esta zona de calles decadentes. Extrañeza provocada sólo por el nombre, porque la fachada revelaba un extraño inmueble que igual podría haber estado en el corazón de Argel o entre el polvo de las callejas de Tanger por su aspecto un tanto oriental. Lo más raro del lugar era que siempre lo había visto cerrado, no importara la hora a la que pasara junto a su puerta.

En esta ocasión no era la casualidad la que guiaba mis pasos hacia el "Sahara". En una de mis frecuentes visitas al mercadillo de Tristán Narvaja, en busca de libros vetustos y utensilios inclasificables, topé con un pequeño tomo en alemán sobre la vida de Schiller. Las gafas oscuras no traicionaron el interés que mis ojos debieron mostrar de inmediato, cuando vi la escritura gótica de sus páginas. Era de 1926, no estaba muy deteriorado y aún así lo compré por apenas noventa pesos. Llegado a casa lo dejé en una de las estanterías y ahí podría haber esperado meses hasta una mejor oportunidad de lectura de no ser por la casualidad. Hace unos días, al tomar un tomo de Onetti que se encontraba al lado, el libro sobre Schiller cayó al suelo y se desprendió de su interior un pequeño billete de papel amarillento que me había pasado desapercibido cuando hojeé por primera vez la obra. Aparecían varios nombres, casi indescifrables en la tinta descolorida con que una vez fueron escritos. Uno de ellos parecía revelarse como "Müller" y otro, más extraño aún, recordaba a alguna palabra india o africana. Algo así como Shamdana o Shampalla, pero sin poder concretarse la escritura exacta, como digo, por el deterioro de los trazos. Además, había unas extrañas frases en alemán: "Vertrau der Tränenspur. Ich werde dich dort erwarten. Dort ist die Mündung des alten Flusses". En el reverso del papel, con tinta más legible, aparecía la dirección, el número de la calle donde se encuentra el "Sahara".
Hace mucho tiempo aprendí el suficiente alemán como para darme cuenta de la peculiaridad de lo que allí se decía. " Confía en la senda de lágrimas. Te esperaré allí. Donde se encuentra la embocadura del río antiguo". Quizá sólo fueran unos viejos versos escritos por algún poeta de ocasión. Tal vez correspondían las palabras a algún pensamiento recogido en el libro. Podría pensar en mil posibilidades. En cualquier caso, quedé cautivado y por eso decidí conocer algo más sobre el misterioso café, que recordaba de alguna de mis caminatas. Cuando me acercaba al local, tuvo lugar el encuentro que, sospecho, determinará un cambio radical en mi estancia en Montevideo y al que quería referirme en este escrito.

Sin embargo, de este episodio hablaré en un próximo post.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Día de infamia

Hoy se recuerda el 11-M. En España y en otras partes. Pero allí, veo en la tele internacional y leo en los digitales, se hace partidariamente, facciosamente, con oprobio en muchos casos. Se escupe sobre las víctimas. Una vez más, repiten su vana y falsa furia, de plañideras a sueldo en los coros de los muertos. A ellos, lo sé y tú lo sabes también, a ellos les da lo mismo.

Mi hermano, Miguel, estuvo a punto de convertirse en una de esas víctimas. Pero le salvó su pulcritud y un zapato. No sé si habrá puesto ese calzado en una urna con una chapa de plata debajo. Lo merecería. Algún día un poeta debería hacer una oda a ese zapato bienhechor.

Yo entonces vivía en Moscú y la noticia llegó como un portazo de aire, en esa mañana fria y gris como sólo en Rusia pueden serlo. Al vacío en el estómago de entonces, al nudo en el pecho y las lágrimas de impotencia les han sucedido el desprecio y la amargura.

Los muertos se diluyen en el tiempo, en el río de los años, salvo para sus familias. Tras ellos flota agitándose entre los remolinos el zapato de mi hermano. El zapato heroico. En las orillas, sin mirar al río, los politicastros y basureros de la infamia graznan y sólo alguno, temeroso, escucha con los puños apretados el ruido de la corriente.

martes, 10 de marzo de 2009

Maestros

Kipling marcó el camino, la senda hasta el Kafiristán, entre las brumas y la cólera de los infieles que juegan con cabezas testarudas. Después hubo otros maestros... Dante, en su periplo infernal, en equilibrio inestable sobre las nubes y la estulticia de los hombres... Dostoievski, con el miedo oteando desde buhardillas extrañas... Auster y un Palacio de la Luna devenido en parque bajo el sol de otoño, con las tripas rugiendo por el hambre... Ah, el rijoso y genial Bukowski, el condenado Rimbaud, moreno bajo el sol etíope... La desolación de Onetti, la furia y el bourbon de Faulkner... sí, el gran Faulkner, maestro en la sombra, diestro en el territorio de la falsedad. ¿Y qué puedo decir de Esenin, del orgulloso Paz, del discutido Pavese? Reinan en la oscuridad que Saint Exupery encendió con las llamas de su avión abatido. No olvido a los derviches harapientos, de mirada herida, que cantaban a las ciudades ocultas y al vino prohibido en caravanserrallos de los dioses. Y Burton, entre ellos, el primero, el inefable Burton, maestro por encima de todos, enloquecido por una mujer, por una voluntad adversa. Iluso también Whitman, mitológico Graves, soberbio Tolkien... cercano Gamoneda. Y de ellos, admirado y amado Saint John Perse, señor de príncipes, pájaros y mares. Mares surcados por la gente sin ley de Stevenson, desiertos navegados por un Lawrence arrebatado a la vida y el amor, dueño del secreto y la infamia, como lo era también el ciego Borges, amante de runas y bardo de los inmortales que bebieron del secreto aleph y la biblioteca inacabable. Sí, una biblioteca eterna de la que apenas he rozado los anaqueles más bajos, como el pequeño Rodrigo, que juega a colocar y descolocar volúmenes que algún día quizás lea.

Maestros... entre ellos también Chatwin, Bruce Chatwin, quien me enseñó a leer las líneas de la canción arcana en las rocas y las dunas, sobre los confines de la Patagonia, mientras Basho marcaba su senda con haikus y Mishima con la sangre de su vientre. De todos ellos hablaré en estas páginas de aire; de ellos y de los caminos abiertos hacia los horizontes recobrados.

Me llaman Jas y no soy un gaviero de Mutis ni el hombre en La Habana de Greene. Bueno, Montevideo, donde ahora me encuentro, quizás queda en este mismo hemisferio occidental. Quizás, sólo quizás, pues ésta es también tierra mítica, difusa, como Santa María, como Yoknapatawpha y los eriales de Eliot. Me guian muchos versos y muchas páginas quemadas, condenadas a gritar sus recuerdos desde la jaula de Pound con su locura y con la del viejo Tolstoi. Y todo ello te lo cantaré a ti, que me esperas en mi senda y guardas mi mismo rumbo.