viernes, 17 de abril de 2009

Costas de Exilio II

La argentina Angélica Mengotti firmaba la obrita que sobre Hashichiro Otani encontré en la Biblioteca Nacional de Montevideo. Escrito a finales de los años setenta, el libro citaba varios almanaques culturales y revistas de los años cincuenta, publicados en el Montevideo que aún se resistía a despertarse de la grandeza ficticia que vivió en la posguerra. Aunque no aparecían fotografías del japonés, sí había algunos recortes y viejas imágenes del Uruguay de esos días, con lo cual me fue fácil hacerme una idea del país en el que, en una mañana de 1955, desembarcó Otani, procedente de Europa.






Según los escritos de Mengotti, el "chino" Otani, como vino a ser llamado Hashichiro en los círculos que el poeta nipón comenzó a frecuentar a los pocos meses de arribar a Montevideo, vivía en una pequeña casa cercana al Parque Rodó, en el sur de la capital. Tenía la rambla a apenas doscientos metros de su puerta, que se abría detrás del imponente Casino Parque Hotel, un edificio de extraño gusto que pasados los años se convertiría en la sede del Mercosur. Quienes conocieron a Otani, y cuyos testimonios recogió la investigadora argentina, recordaban al japonés como un personaje "curiosísimo", que hablaba español con mucho acento, pero de manera correcta, y a quien no se conocía dedicación fija, salvo la de acudir a las tertulias literarias y los encuentros político-filosóficos tan frecuentes en esa época y que eran relacionados por algunos con la masonería siempre bullente en esta ciudad. También pasaba largas horas en la Biblioteca Nacional, interesado en viejos volúmenes hoy desaparecidos.


Todos le llamaban el "chino" Otani, sin que él se esforzara lo más mínimo por refutar esa procedencia. En el único lugar donde era celebrada su afiliáción nipona, pocos de estos literatos acostumbraban a pasar en aquellos años. Se trataba de un elegante boliche, con infulas de restaurante, con el exótico nombre de "Sáhara", muy frecuentado por miembros de la colonia alemana residente en Montevideo. Allí se escuchaba cantar hasta horas intempestivas canciones de inquietante marcialidad. Otani no se unía en tales ocasiones al coro de los alemanes, sino que prefería pasar las horas jugando a una especie de ajedrez oriental en una pequeña mesa de un rincón, siempre la misma. Lo hacía en compañía de un hombre de cabello níveo que vivía en la misma calle en la que se encontraba el boliche y de quien se decía que era un desertor de aquel famoso acorazado, el Graf Spee, hundido por su propio capitán en diciembre de 1939 enfrente del puerto de Montevideo.


De aquellos tiempos se guardaban en la Biblioteca Nacional algunos poemarios de Otani, publicados en ediciones muy cuidadas de una editorial ya clausurada y que estaba situada en la Ciudad Vieja. Angelica Mengotti daba cuenta de esos poemas, de nuevo haikus, una forma poética apenas conocida en Uruguay y que años después Mario Benedetti adoptaría en uno de sus libros más hermosos. Mengotti era de la opinión de que Otani y Benedetti se conocieron en el café Sorocabana de la calle 25 de Mayo, a principios de 1959, poco antes de que se perdiera de nuevo la pista de Otani, esta vez de forma definitiva. Por entonces, Benedetti acostumbraba a escribir en una de las mesas del café, que ocupaba en su descanso para el almuerzo tras sudar tinta toda la mañana como contable. Allí, el vate de las letras uruguayas concluyó "La tregua" y, según insistía Mengotti, se empapó de las tradiciones literarias de Oriente de boca de Otani, quien por entonces ya dominaba el español.

El Café Sorocabana


En esos haikus que publicó Otani a fines de los años cincuenta, el poeta nipón no refleja en absoluto las inquietudes literarias de la época. Por el contrario, parecen traducciones al español de temas clásicos japoneses. La sencillez de los poemas le permitía transferir su intuición al castellano, idioma en el que aparecían escritos, quizá con el influjo de una mano anónima que le ayudó con los conceptos más extraños de nuestra lengua. Sin embargo, hay algunos de esos versos que dejan al lector sumido en una gran inquietud y cuya inspiración tiene poco de oriental.



"El miedo y las ventanas
arañan las risas de los niños,
dulces y ajenos al crepúsculo"


o estos dos:


"La luna sabe de qué hablo
y me resisto a estar solo
cuando lloro en la azotea"


"En sus canciones bárbaras
la piel se desgarra y estalla
la integridad de la memoria"


En ese año 1959, el poeta oriental había dejado de atender las tertulias y reuniones literarias, y apenas se le veía en compañía de unos pocos amigos íntimos. Era más frecuente seguir sus pasos en el Parque Rodó o caminando por la Rambla, con la mirada insistente en el horizonte del Plata. Un conocido suyo, director de un oscuro departamento cultural en la Intendencia, le citó en un pequeño ensayo sobre la melancolía publicado en 1963. "Me encontré a mi amigo, el estrambótico poeta japonés del que hablé antes, en la rambla, a la altura de Punta Carretas. Le llamé y, al ver que no atendía y seguía con la mirada fija en el mar, me acerqué presuroso. Le toqué el hombro y, al volver la cara, me mostró una expresión de horror como pocas veces he visto en un rostro. Las lágrimas le corrían por la faz como un torrente y lo peor de todo es que en ningún momento pareció reconocerme. Días después lo vi leyendo en un banco de la plaza Cagancha y se extrañó mucho cuando le recordé el incidente".


Este episodio lo citaba en su libro Angélica Mengotti, quien también relacionó a Otani con varios escándalos ocurridos en 1959 en locales de mala reputación, en los que estuvieron involucrados asimismo algunos miembros de la comunidad alemana. Según la autora, en una ocasión resultó herido un diplomático estadounidense, y la participación en la reyerta de varios marineros rusos y del propio Otani estuvo a punto de provocar un conflicto político en el intrigante Montevideo de aquellos días.


Es por entonces cuando el misterio vuelve a la biografía de Hashichiro Otani. Su tensa escritura, reflejada en su último poemario, "Costas de Exilio", toca elementos místicos y se hace más ininteligible. Son, sin embargo, estos haikus los que despertaron el mayor interés del estudioso japonés autor del compendio de literatura que me prestó mi amigo mexicano en Tokio. En ese libro, del que te hablé en un post anterior, el historiador Akihiko Ueno recopilaba los poemas y cuentos de quienes venía a llamar "marginados" de la literatura japonesa. Entre ellos estaba Hashichiro Otani y sus "Costas de Exilio".


"Príncipes, de arena ungidos,
no toquéis las espinas
que sostienen su alma"
...


"Las piedras anheladas
duermen en el lecho antiguo,
de la embocadura argentea"
...



"Y retorno al camino,
las estrías de mi rostro
bendecidas por los padres"


En marzo de 1960, desaparece el rastro oficial de Otani. Según Mengotti, la pista se perdía en Buenos Aires, a donde presuntamente viajó tras vender y regalar sus pocas posesiones en Montevideo, sobre todo libros, varios trajes y un extraño mecanismo de oro que figuró en el Museo de Historia del Arte de la Intendencia antes de que alguien lo robara por carnaval, aprovechando la poca vigilancia de esas fiestas. Otras versiones, sin embargo, destacaban que Otani se dirigió hacia la frontera con Brasil, en compañía de un malencarado sujeto y a bordo de una destartalada camioneta. Se habló entonces de que murió asesinado en esa tierra de nadie que es el oeste de Rio Grande Do Sul, pero otros testimonios se refirieron en esas mismas fechas a un oriental errante que parecía huir de algo o alguien en la paraguaya y también poco recomendable Ciudad del Este, mucho más al norte.


Sin embargo, y esto lo subraya Mengotti para defender la tesis argentina, algunos turistas que visitaron Bariloche en 1962 afirmaron que se encontraron en estas tierras de bosques feraces y aguas turquesas de la Patagonia con un vagabundo que se decía japonés y que, a cambio de unas monedas, recitaba poemas en su esquiva lengua, en español e incluso en alemán, para los muchos viajeros de esta nacionalidad que entonces merodeaban los lagos. Evidentemente, Mengotti desconocía el libro de Ueno, donde junto a los poemas de "Costas de Exilio" yo recordaba el fragmento de una carta, sin fecha, enviada por Otani a su hermana Keiko y en la que el poeta le decía en una misteriosa e inconclusa frase: "me he redimido, hermanita. La estrella caída retornó a la corona..."


jueves, 16 de abril de 2009

Costas de exilio I



Retomé la pista de Hashichiro Otani en la Biblioteca Nacional de Montevideo, entre unos volúmenes gastados de poco conocidos autores y mecenas extranjeros que hicieron donaciones a los fondos de esta entidad hace décadas. La lóbrega estatua de Dante, guardián de la sabiduría concentrada y velada en este centro del saber, pareció hacerme un guiño al salir de la biblioteca con mi moleskine en la mano, preñado de notas. Mi primer contacto con Otani fue en Japón, cuando un asesor cultural de la Embajada mexicana en Tokio me pasó las referencias de este oscuro autor, cuya vida aparece repleta de incidentes novelescos, con el misterio peleándose con la tragedia para llenar los anaqueles de su efímera, pero intensa trayectoria literaria.

Según el tratado de literatura japonesa que me prestó este diplomático, Hashichiro Otani nació en Tokio en la primavera de 1917, en el seno de una familia de artesanos que se decía emparentada con un famosa saga de samuráis. El acomodo de los padres de Otani le permitió asistir a una buena escuela, pero la insistencia en dar al pequeño Hashichiro una formación técnica para así ponerle al frente del negocio se topó con la resistencia del niño. Desde muy joven Otani se interesó más por las tradiciones y literatura de un Japón que iba cediendo a la influencia de Occidente a una velocidad vertiginosa. De aquella época, apenas en la adolescencia, son los versos siguientes, tal y como aparecían en el libro:

"En la tristeza de las ranas
el tiempo descartado
se empareja con la memoria"

o también aquel haiku:

"No siento las lágrimas
en el umbral del otoño.
Sólo pájaros en el campo"

A pesar de su juventud, Otani se fue haciendo sitio con rapidez entre los poetas que frecuentaban los barrios nororientales de Tokio, de dudosa reputación pero marcados en esos años treinta por un afán de la bohemia y un inútil querer distanciarse del disparatado espíritu de los tiempos. Mayor influencia tuvieron en Otani los clubes de poetas de Takayama, una hermosa localidad del centro montañoso de Japón donde sus padres tenían una finca y una casa solariega, y donde anidaban esos aires de grandeza feudal venidos muy a menos.

La guerra en China cerró las puertas a la carrera literaria de Otani, al menos a la carrera reconocida. Los sueños aristocráticos de su padre se vieron truncados cuando no pudo hacer nada, pese a los descoloridos papeles con los que trataba de convencer a los oficiales que reclutaron a Hashichiro, para enviar a su vástago a una escuela de oficiales. Había obviado el doloso pero indispensable trámite de adjuntar una generosa suma de dinero. De esta guisa, Otani acabó embarcado como soldado raso rumbo a la turbulenta Manchuria, donde los nipones imponían la paz fúnebre del Manchukuo desde principios de la década.



Durante dos años, Hashichiro participó en una vida más o menos sosegada de cuartel, con eventuales incursiones bélicas, que no supusieron mayor menoscabo a su integridad física que un par de cicatrices cuando volcó el camión que le llevaba junto a su pelotón en una maltrecha carretera del nordeste de China. De esos tiempos son estos versos de Otani.

"Alambradas y tijeras
rasgan el papel amarillo
del verano de mi vida"

"En otoño, los árboles son marciales
y sus hojas, descosidas por el viento
caen rebeldes ante tanta disciplina"

Otani ya había dejado de seguir los preceptos clásicos de los haiku, traicionando así ese apego que de muy joven sentía por el tradicionalismo nipón. Sin embargo, guardó siempre esa nostalgia de la que se jactaron siempre los grandes poetas japoneses, empeñados en maquillar la voluble inconsistencia de su sufrimiento y desdicha con el devenir físico de las estaciones.

"Siempre acabo con el rostro
aplastado contra la almohada
para no oir el lamento de la marea"

...añadía en otros renglones.



El punto de inflexión en la vida de Hashichiro Otani quedó determinado por el agravamiento del conflicto y la resistencia . Fue enviado a Nanking, donde fue testigo, en diciembre de 1937, de la bestialidad imperial nipona. Violaciones en masa, empalamientos, decapitaciones, asesinato de niños y ancianos, torturas, torturas, torturas... la locura de Otani comenzó entonces, según el escritor que trazaba sus bosquejos biográficos. El joven soldado, ya convertido en cabo, servía como traductor del idioma mandarín que había aprendido en Manchuria, antes de ser destinado al sureste de China para participar en los cada vez más numerosos combates. Esa posición le llevó a ser testigo de los brutales interrogatorios a cargo de los sádicos oficiales nipones. De esa época apenas quedan poemas, salvo retazos que revelan ese desquiciamiento.

"Llora, llora, llora,
y nadie le escucha,
nadie,
mientras se ahoga en el pozo"

o

"El pequeño se agarra, desconsolado,
al pecho de su madre
pero ya no hay pecho, ya no hay madre"

No se sabe exactamente cuándo desertó Otani. Debió ser a fines de 1943 o principios de 1944, cuando ya la guerra tomaba otro rumbo, una vez que Estados Unidos y Gran Bretaña comenzaron a retomar posiciones en Asia. Sí se conoce, porque así dejó él mismo constancia en varias cartas enviadas desde remotos lugares del sur de China, que esa habilidad con el lenguaje local le permitió unirse a algunas de las columnas de refugiados que como hormigas desorientadas por un pisotón se movían por todo el país. Emprendió rumbo al oeste y en algún momento de 1945 entró en el Tibet, o el territorio que entonces era aún conocido como Tibet. De esa época su hermana conservó varios versos de las cartas recibidas. Su padre se había suicidado en febrero de 1944, tras confirmarse la deserción de Otani.

"El ocaso me llama
y voy, sin descanso,
colgado del vuelo de una golondrina"

o también estos versos

"Noche larga, triste,
la montaña se hace mi amiga,
y me habla por mis llagas"

Estos poemillas estaban en la última misiva que envió Otani a su hermana Keiko. Después cayó el silencio. Años de silencio hasta que su pista se recupera en 1955 precisamente en este país, en Uruguay.

Mañana termino de contarte la hermosa historia de un poeta loco japonés en el confín de América.

jueves, 2 de abril de 2009

Gogol


Ayer se conmemoró el bicentenario del nacimiento de Gogol, una de las cumbres de la literatura de Rusia y un tipo al que en buena parte debo mi implicación con ese país. Tenía yo 14 años creo y estaba en primero de BUP. El gran Don Ramón, todas las alabanzas sean con él, era nuestro profesor de lengua y literatura. Promovía nuestra aficción a las letras con la dúctil mezcla de su entusiasmo rayano en la locura iluminada y la imposición de trabajos sobre los libros que nos diera la gana leer. Por entonces, no eran muchos los volúmenes de literatura que había en nuestra casa y, a excepción de numerosas enciclopedias al mejor estilo de Antonio Alcántara, me las veía y deseaba para conseguir algún libro viejo en la Cuesta del Moyano a costa de mis escasos emolumentos mensuales o entre los aún más ajados ejemplares que mis padres guardaban a buen recaudo entre un montón de novelas del oeste de Lafuente Estefanía. La opinión de mi progenitor era que tales libruchos sólo podían distraerme de mis tareas escolares y ayudar a que anidaran en mi mollera pájaros perniciosos. Cuervos y urracas debieron ser, a juzgar por los resultados. Entre esos librillos había un tomito de Nikolai Gogol, "Taras Bulba", con un dibujo a guisa de portada que representaba a Yul Brynner a caballo y sable en mano. No es éste, pero puede valer.



Yo por entonces no había visto la película que protagonizó el calvo más famoso de Hollywood y en la que encarnó al bravo cosaco de Gogol. En cualquier caso elegí ese libro para mi primer trabajo de literatura (debo hacer un inciso. Don Ramón es ese profesor autor de una de las citas que más han marcado mi existencia, aquella de: "la vida es muy puta y muy cabrona". Cuanta razón tenía el santo varón).
El caso es que "Taras Bulba" me hechizó. Además del farragoso comentario que hice del libro añadí un largo poema sobre cosacos, atamanes, polacos malvados y cargas de caballería, que entusiasmó sobremanera a Don Ramón e hizo merecedoras a mis divagaciones con un sobresaliente alto. Este fue también el comienzo de mi idilio con el alma rusa (aunque Taras, como el propio Gogol, era ucraniano, por cierto) y el origen de tantas aventuras, luchas, sinsabores y decepciones que viví muchos años después en ese país y con sus gentes.

Pero no quería hablarte de esto sino de Gogol. Hay que leer "Taras Bulba", pero también "El capote" y más aún "Las almas muertas". Y qué se puede decir de las divertidas peripecias de "La nariz"... Tras leer este relato uno puede incluso pensar que no hay tal "alma rusa", pero sí una "nariz rusa", unas veces afilada y cruel, y otras gruesa, bonachona y colorada, harta de vodka y "samogón".

De Gogol otro gran ruso, Nabokov, decía que uno no debe pretender acercarse a su obra si se quiere sacar algo en claro sobre lo que es Rusia. Es cierto, pero quizá porque Rusia es inabarcable, como una matrioshka infinita que siempre tendrá una muñequita pintada más dentro de la última que acabamos de abrir. Pese a todo, Gogol abre las puertas de la intuición sobre el misterio de ese país; sin engañar a nadie, pues tras esa puerta, debajo del felpudo de la entrada, puede esconderse el abismo, y así lo dejan claro la desesperación y el absurdo que marcan las páginas del gran autor.

Esos recovecos oscuros del alma se sienten en un monumento a Gogol que veía a menudo cuando vivía en Moscú, pues estaba en un pequeño parque cerca del Arbat. Envuelto en su capote, el escritor parece ensimismado y a la vez con las espaldas cargadas con un secreto terrible, como un Atlas a quien el mundo de pronto le viene demasiado grande o ajeno. Curioso, ese parque siempre lo recuerdo en invierno. Sin hojas los árboles y lleno de una tristeza tremenda, que en nada se parecía a la alegría con la que leía sobre los cosacos en la frontera de la niñez y la adolescencia.
Tras ese librillo de mi infancia, leí a Gogol en volúmenes manoseados de biblioteca, que después tenía que devolver un tanto triste, mientras seguía soñando con las estepas y las calles de San Petersburgo. En Moscú, apenas comenzada mi andadura rusa, compré un tomo en castellano que reunía al "Taras Bulba" y un par de cuentos más, de la insigne editorial "Progreso". Despúes lo conseguí en ruso e inglés, en ediciones que no sé por donde andarán ahora. Pero ha sido ahora, sin embargo, cuando he podido conseguir sus obras completas en un sólo volumen. Sí, aquí en Montevideo. Fue en la feria de cosas viejas de Tristan Narvaja. El libro es una tercera edición en castellano de 1963, con más de un millar de páginas, en papel de cebolla. Una joya que adquirí junto a un diccionario ruso español editado en Moscú antes de la Revolución de Octubre, que sólo Dios sabe cómo llegó al mercadillo uruguayo y cuya historia ya contaré.
Cuando entreabrí el volumen de Gogol, tuve esa misma sensación de júbilo de los tiempos de primero de BUP. Volvió a mi cabeza Don Ramón, el largo e infumable canto a los cosacos que escribí entonces, el olor a brezo y humo de las hogueras, la imagen de Yul Brynner indomable y salvaje, mis viajes reales en tren hacia Crimea y Odesa por la estepa interminable; la luz especial de San Petersburgo ... En cambio, no recordé los malos tiempos, las necedades de ese país ni tampoco las frustraciones que en él viví.
Sólo el campo y las colinas, las colinas de los cosacos libres...