martes, 11 de agosto de 2009

Un misterio en Montevideo IV. La habitación.

Era una estancia amplia, iluminada por tres lámparas de pared de luz tenue que desdibujaban las sombras en los laterales. En la pared de la derecha había una ventana, la que yo había visto desde el jardín, cerrada con contraventanas de madera y éstas selladas con una barra de hierro horizontal, a manera de cerrojo insalvable. Una cómoda baja cubierta de pequeños objetos y un par de taburetes polvorientos hacían de ese lado de la habitación un espacio anodino, de cuarto mediocre y casi carente de interés. La pared opuesta, la que según mis cálculos daba al largo pasillo de la vivienda, estaba cubierta por una gran librería, con alguna que otra figura que a primera vista parecían de origen oriental. Los libros quedaban envueltos en una penumbra que hacía su número prodigiosamente infinito, tan atestados estaban los estantes. Por las encuadernaciones que distinguía se adivinaban muchos años de atesoramiento, aunque desde el umbral de la puerta no podía leer título alguno que me diera siquiera una idea del carácter del habitante original de la estancia. No obstante, dada la reverencia con la que Anton miraba en torno, ya me había dado cuenta de que no era él.

A los pies de la biblioteca había un diván, o quizá mejor podría calificarlo de camastro, con unos pliegos de papel enrollados como única decoración. Sin embargo, el alma de la habitación estaba en su única mesa, un escritorio que aparecía apoyado contra la pared opuesta a la puerta y sobre el que colgaban, bastante altas, dos de las tres lámparas que iluminaban el cuarto. Esa pared aparecía cubierta en buena parte por cuadros que formaban una agradable geometría desordenada. En realidad no eran pinturas, sino fotografías en blanco y negro o en tonos sepia, todas ellas enmarcadas. Sobre el escritorio había una hilera de libros apoyados en la pared, una caja de madera labrada y un fragmento de mapa descolorido, sujeto en una esquina por un abrecartas de bronce, por una brújula de campaña en otra, y en las otras dos por sendas figurillas de lo que parecían ser budas moldeados de un material oscuro. Un cuadernillo abierto con anotaciones y una estilográfica sobre él completaban el bodegón de objetos que había sobre el mueble.

Las fotografías colgadas sobre el escritorio eran de lo más interesante. Para mi asombro, todas parecían remontarse a la primera mitad del siglo pasado y varias de ellas remitían a la segunda guerra mundial o sus prolegómenos. En una composición se veía a tres oficiales alemanes en una estación de tren, embutidos en los típicos abrigos que llevaban los militares de alto rango de ese ejército. Otra fotografía mostraba una acampada, con un grupo de una docena de personas: cinco hombres occidentales y otros seis de raza mongoloide. Delante de los bienhumorados protagonistas del cuadro aparecían varias cajas de madera con aparatos que parecían sextantes y otros instrumentos de medición. En el extremo izquierdo de la fotografía, sobre una tienda de campaña, ondeaba sombría una enseña con la esvástica.

Una de las fotografías más curiosas era la de una especie de lama o santón, por todas las apariencias chino o tibetano, tomada a guisa de retrato y que mostraba a un hombre joven con el craneo afeitado y ataviado con una túnica. Ese mismo sujeto aparecía en otra fotografía junto a otros dos individuos. Los tres vestían gruesos abrigos y posaban en la loma de una colina, con un paisaje de montañas nevadas como fondo. Los otros dos personajes que acompañaban al oriental parecían de raza blanca: uno de ellos tenía la cabeza descubierta y el pelo alborotado por el viento y muy claro; el otro, aparentemente de más edad que sus compañeros, portaba unas gafas redondas oscurecidas y aparecía tocado con un gorro de piel negro o castaño. Apenas pasaron unos segundos antes de que me diera cuenta de que el hombre de la cabeza descubierta y cabello claro era uno de los tres oficiales alemanes de la fotografía del andén de tren. Para comprobar la identidad había acercado mi rostro hasta casi tocar la fotografía con la nariz. En ese momento, Anton tosió a mi lado. Me estaba sonriendo con un curioso gesto que denotaba la superioridad de quien es dueño de un secreto y apenas levanta la punta del velo que lo cubre.

- "Conservo la habitación como él la dejó. De vez en cuando la limpio, pero nadie pasa. Aunque... ya soy viejo y hay cosas, sucesos, que no me gustaría llevarme a la tumba", dijo, mientras se rascaba en uno de sus gestos habituales el lóbulo de la oreja izquierda. Ante la cara de pasmado que yo debía tener, fue más explícito. "Hasta hace muy poco creía que esta historia estaba muerta. Ahora veo que fui muy ingenuo. Bajo las cenizas había brasas y las brasas arden de nuevo. Pronto el incendio podría devastar muchas vidas, tal y como ocurrió entonces...". "¿De qué me hablas?", le pregunté. "De un cuento, de un secreto que traspasa todo entendimiento. De una historia que jamás debió ser escuchada, al menos no por aquellos que fueron testigos de ella. De una búsqueda que jamás debió ser emprendida".

Entonces, lentamente, Anton Muller alzó el brazo y tocó con el dedo la fotografía de la estación y después la de los tres montañeros. Rozó varias veces la figura del hombre del pelo claro y después acarició la superficie del mapa. Antes de hablar, acercó una silla a la mesa, se sentó y me ofreció otro asiento. "Esos hombres buscaban algo, una piedra... Una piedra que podía llevar a cualquier lugar, sin estar en ninguna parte... la chintamani, la que marca el camino". Sin volverse, con la mirada fija en la telaraña de trazos tipográficos que llenaba el mapa, hizo la última revelación. "El hombre del pelo claro, el líder de esa búsqueda, aquel que removió el hormiguero del infierno y desató la tormenta, ese hombre era mi padre".

Continuará...

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