lunes, 3 de enero de 2011

Niebla


La niebla levanta un muro a menos de veinte metros. El ruido de las pisadas, los guijarros que crujen, acompasan la alerta. Inútil precaución, porque una vez dentro de la niebla, eres parte de ella, te arropa. Eres depredador, nunca más presa. Informes, los edificios se elevan al otro lado de esta frontera. Cuando sus siluetas se definen, has de retroceder. Te haces vulnerable.

Cuando entras en la niebla, es sencillo pasar los límites de su mundo. Sólo hay que ser consciente de ello. Y entonces todo cambia, incluso cuando rasgas de nuevo el velo y retornas. En el crepúsculo mueves los dedos y la sustancia gris de los sueños, la niebla, traza figuras que sólo ves tú. Andas por la librería, abarrotada de gente que por primera vez compra un libro, manido regalo de Reyes, y con un ligero movimiento de la mano invocas a la niebla. Si antes apenas se fijaban en ti, ahora se lanzan ciegos a ocupar el espacio que dejaste y has de esquivar sus moles de bestias claudicantes. Algunos, sin embargo, presienten el miedo, los ojos que brillan en la niebla pero que no pueden ver. Los ojos que, despertados de su letargo, acechan en la frontera de los mundos. Esos ojos que son tus ojos.


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