martes, 4 de enero de 2011

El mar

El mar de John Banville me trae recuerdos del norte. Senderos robados a los maizales, un perro dormitando en el umbral del prado y las ruinas vigilantes sobre la embocadura de la ría. De camino a la playa y las rocas, con los bicheros al hombro y un relato de Stevenson picoteando en la memoria, miro hacia la ventana que otea la bahía. Las cortinas están echadas, pero siento que su mano está cerca. Quizá ordena cosas en el interior, escribe una carta o tal vez acaricia una taza de café.

La he visto mirando hacia el mar, ese mar del que, en otra latitud, me habla ahora Banville. "Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte"... En el borde del acantilado, sobre el meandro de los seminaristas suicidas, vuelvo la cabeza hacia el caserón desmoronado y más allá. Las cortinas se entreabren y presiento sus ojos fijos en el mar. Cuando regreso, ya entrada la mañana y con las manos magulladas por los pulpos, ella sigue allí e intuyo una sonrisa velada por los visillos.

Han pasado muchos años. Una época ha muerto. Un chalet devoró las ruinas del promontorio y un estacionamiento oculta el maizal en sus entrañas. No reconozco la casa ni tampoco los ojos que acechan bajo los dinteles. Sólo la arena y la bruma del amanecer me han esperado.

Banville susurra, apenas una respiración... "Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea".

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