domingo, 23 de enero de 2011

De tigres y mares




En el horizonte se percibe ya la silueta de la isla. La bruma del amanecer borra el contorno de su base y es la cumbre azul la que se destaca sobre el pálido naranja del alba. A bordo del junco se rompe esa calma que imprime el paisaje y todo es movimiento. Los dayaks se afanan con los cabos sueltos; cuatro filipinos despejan la cubierta y tres siameses cargan los fusiles con parsimonia. Bajo el toldo del castillo de popa, el cocinero chino termina de preparar la comida de primera hora de la mañana: arroz y pescado hervido, sazonado con pimienta y ajo. Nadie puede hacer una mueca ante el aliento de los tigres de la Malasia, pues sus yataganes no dan oportunidad a una inspección tan íntima.

Los disparos de mosquete llenan la playa, pero su ruido no apaga los vítores de aquellos que en la arena aclaman el regreso del Tigre. ¡Sandokán! ¡Sandokán! ... A bordo del junco, por un instante todos quedan casi inmóviles. Mompracem les recibe.
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Sobre la cama, juega el niño, recortado desde la puerta por la luminosidad de la tarde levantina. Trata de cargar en la pequeña barquichuela de madera tallada el mayor número de soldaditos de plástico, apenas mayores que un botón. Uno de ellos es un soldado japonés con los brazos extendidos. Semeja que ha sido abatido. Pero es el favorito del niño, que lo imagina desafiante con un kris malayo en una de sus manos, capaz de derrotar con el puñal al resto de camaradas, transformados por su imaginación en cipayos. A un lado de la cama yace el tebeo de joyas literarias juveniles sobre Sandokán y el niño, yo mismo hace muchos años, sueña con playas al amanecer y una isla legendaria.
Leo "El regreso de los tigres de Malasia", de Paco Ignacio Taibo II. En el sopor del metro, acrecentado por el calor que da el abrigo de paño, añoro otras vidas, otros lugares. Un mástil engrasado con el pabellón de los piratas malayos, rojo con la cabeza de un tigre.




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