martes, 10 de marzo de 2009

Maestros

Kipling marcó el camino, la senda hasta el Kafiristán, entre las brumas y la cólera de los infieles que juegan con cabezas testarudas. Después hubo otros maestros... Dante, en su periplo infernal, en equilibrio inestable sobre las nubes y la estulticia de los hombres... Dostoievski, con el miedo oteando desde buhardillas extrañas... Auster y un Palacio de la Luna devenido en parque bajo el sol de otoño, con las tripas rugiendo por el hambre... Ah, el rijoso y genial Bukowski, el condenado Rimbaud, moreno bajo el sol etíope... La desolación de Onetti, la furia y el bourbon de Faulkner... sí, el gran Faulkner, maestro en la sombra, diestro en el territorio de la falsedad. ¿Y qué puedo decir de Esenin, del orgulloso Paz, del discutido Pavese? Reinan en la oscuridad que Saint Exupery encendió con las llamas de su avión abatido. No olvido a los derviches harapientos, de mirada herida, que cantaban a las ciudades ocultas y al vino prohibido en caravanserrallos de los dioses. Y Burton, entre ellos, el primero, el inefable Burton, maestro por encima de todos, enloquecido por una mujer, por una voluntad adversa. Iluso también Whitman, mitológico Graves, soberbio Tolkien... cercano Gamoneda. Y de ellos, admirado y amado Saint John Perse, señor de príncipes, pájaros y mares. Mares surcados por la gente sin ley de Stevenson, desiertos navegados por un Lawrence arrebatado a la vida y el amor, dueño del secreto y la infamia, como lo era también el ciego Borges, amante de runas y bardo de los inmortales que bebieron del secreto aleph y la biblioteca inacabable. Sí, una biblioteca eterna de la que apenas he rozado los anaqueles más bajos, como el pequeño Rodrigo, que juega a colocar y descolocar volúmenes que algún día quizás lea.

Maestros... entre ellos también Chatwin, Bruce Chatwin, quien me enseñó a leer las líneas de la canción arcana en las rocas y las dunas, sobre los confines de la Patagonia, mientras Basho marcaba su senda con haikus y Mishima con la sangre de su vientre. De todos ellos hablaré en estas páginas de aire; de ellos y de los caminos abiertos hacia los horizontes recobrados.

Me llaman Jas y no soy un gaviero de Mutis ni el hombre en La Habana de Greene. Bueno, Montevideo, donde ahora me encuentro, quizás queda en este mismo hemisferio occidental. Quizás, sólo quizás, pues ésta es también tierra mítica, difusa, como Santa María, como Yoknapatawpha y los eriales de Eliot. Me guian muchos versos y muchas páginas quemadas, condenadas a gritar sus recuerdos desde la jaula de Pound con su locura y con la del viejo Tolstoi. Y todo ello te lo cantaré a ti, que me esperas en mi senda y guardas mi mismo rumbo.

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