viernes, 31 de julio de 2009

Un misterio en Montevideo III

Finalmente vi la oportunidad de acorralarle. No fue difícil, pues parecía distraido y con la defensa desguarnecida. A pesar de la velocidad con que lancé mi caballo contra sus líneas, no intentó protegerse tras el bastión que había dejado allí intacto. Incluso creo que estaba esperando mi último golpe. Cuando éste llegó, simplemente hizo una mueca, me lanzó una de sus miradas brutalmente azules y, por unos instantes, apenas un par de segundos, la clavó en la sellada puerta del fondo de la sala. Ni siquiera hice el esfuerzo de tocar su rey con mi álfil cuando le asesté el jaque mate, pues me había dado cuenta de la dirección de esa mirada. La luz indirecta de las tres lámparas que iluminaban la estancia dejaba al margen la pequeña puerta, como si quisiera evitarla. Sólo un pequeño destello del candado que reforzaba su secreto la situaba en el mismo plano espacial de la pieza central del hogar de Müller.

Acudía a menudo en tardes grises como ésta a su casa, intentando ahuyentar los fantasmas del invierno montevideano con un poco de compañía, ahora que L. y el niño estaban en España y los perros sólo contribuían a incrementar esa melancolía. Después de conocerle y de que me contara algunos detalles de su prodigioso pasado, hicimos una buena amistad. Aprovechábamos nuestros tozudos, pero poco concretos esfuerzos con el ajedrez para charlar durante horas en los desocupados fines de semana sobre mil y un asuntos, aunque el cauce de la conversación acababa siempre abandonando esos meandros y entrando en el angosto desfiladero de esa parte oscura de su memoria que desde un principio me había hechizado. Fue la casualidad la que me llevó a Anton Müller. La casualidad y un mensaje escrito en alemán en una nota olvidada pero nada inocente. "Dort ist die Mündung des altes Musses". Cuando le mencioné por primera vez esas palabras extrañas, su mirada se afiló e hizo de mí su prisionero durante varios minutos. Pero, como si de pronto estuviera saliendo de una habitación oscura y entrando en otra bellamente iluminada, una media sonrisa le aclaró el rostro, a la par que asentía y se acariciaba el bigote cano con el índice de la mano derecha. "Un día te contaré", se limitó a decir, para, a continuación, arrebatarme del intuido misterio con toda la locuacidad que sabía desplegar en la sabiduría de sus 74 años, su portentosa memoria, sus comentarios literarios y, sobre todo, en sus relatos sobre Asia, pasión que ambos compartíamos casi con desmesura.

Ese día había llegado. Tomó un sorbo de la taza de te que tenía junto al tablero de ajedrez, pareció meditar -o dudar- un instante, y se levantó con una agilidad extraña a su edad en dirección a la puerta. Estaba situada en la pared más alejada del ventanal del jardín y la habitación que sellaba tenía una pequeña ventana que daba a este recinto, como ya había advertido en una de esas tardes claras del otoño austral que había compartido con Anton, sentados en el banco de madera y bajo la vieja acacia, mientras mezclábamos a Holderlin con los versos negros del japonés Otani, a quien él conoció en su juventud.

Anton abrió un cajón de la cómoda que flanqueaba la puerta y sacó una llave, una entre muchas de las decenas que guardaba como una extraña colección en ese mueble. No podía haber pensado en mejor escondite, sin duda. Un instante antes de introducir la llave de bronce en la herrumbrosa cerradura, pareció detenerse, pero inmediatamente sacudió la cabeza mientras me animaba a seguirle. La oscuridad me envolvió al cruzar el umbral, que la tensión y curiosidad del momento me hacían imaginar como el de un olvidado mausoleo. No iba desencaminado, como comprobé cuando Anton Müller encendió la luz del cuarto.

1 comentario:

  1. felixfelix7@gmail.com6 de agosto de 2009, 2:39

    espero que "rellenes" nuestra curiosidad, el personaje me parece merecedor de nuestra "tensión"...un abrazo a los tres desde el nublado verano del Cantábrico

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